Opinión | Escenario
Gallineros
Llamándose esta columna escenario, podría pensarse que lo de gallinero se refiere al conjunto de localidades en la parte más alta de un teatro o un cine, también llamada galería o paraíso, o incluso, a una reunión donde el griterío o la discusión embarullada y confusa impide el mutuo entendimiento, pero no, aquí no hay sentido figurado alguno y la palabra gallinero significa literalmente eso: el lugar vallado o cobertizo donde se guardan gallinas y otras aves de corral; la construcción más o menos rústica -a veces, muy sofisticada- donde viven las gallinas que se crían en una granja o casa.
Hace años llegó a mis manos un libro delicioso llamado La vida en el campo, que es una guía, un manual para aquellos que desean llevar una vida autosuficiente en el medio rural. Según su propia descripción, cubre labores agrícolas, horticultura, cría de animales, caza, pesca, conservas, fuentes de energía y artesanías domésticas. Su autor, el británico John Seymour (1914-2004), fue abanderado ecologista, minifundista y activista, que llevó en su juventud una vida absolutamente novelesca como peón agrícola, marinero, minero y ganadero en varios países africanos, pasando algún tiempo con los bosquimanos, que le introdujeron en la vida de los cazadores-recolectores. Más tarde navegó por ríos de Inglaterra y Holanda y, por fin, se centró en la vida en las granjas, sin dejar atrás programas y documentales para televisión.
Supongo que la lectura de alguno de sus numerosos libros sobre el tema habrá llevado a muchos hortelanos aficionados a dar el siguiente paso y poner un gallinero (cuatro o cinco gallinas son suficientes. ¿A quién no le ilusiona la idea de recoger huevos frescos de sus propias gallinas?). Y a esto voy. Una amiga mía se hizo cargo del gallinero de un pariente, mientras éste se iba de viaje. Tenía que recoger los huevos y dar de comer y beber a las gallinas, así que el primer día que fue a cumplir su cometido entró en el gallinero y, encorvándose, llamó a las gallinas y quiso acariciarlas como si fuesen perrillos; una de las gallinas corrió hacia ella y le dio un picotazo en el lóbulo de la oreja, con tanta habilidad que se llevó en el pico el pendiente, saliendo después de estampida con mi amiga, dominando el dolor, detrás, queriendo recuperar el pendiente a toda costa porque temía que la gallina se lo tragase y se muriera o se pusiera enferma. Así que la persiguió haciendo aspavientos para asustarla y que lo soltara, cosa que ocurrió en el cuarto aspaviento. Mi amiga lo recogió y pudo, por fin, curarse el lóbulo herido. Conclusión: a los gallineros hay que entrar sin pendientes.
*Académica
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