Opinión | Calma aparente

Caos y protocolo

Todos los miembros del coro vestían de negro. Todos llevaban pantalones y zapatos. Dispuestos en tres niveles, parecían la continuación del retablo que había detrás de ellos, que se iba oscureciendo hasta alcanzar la negrura total. Pero en el centro de la composición, en la primera fila, un elemento servía como contrapunto luminoso: una niña de piel morena. Su rostro era el único que rezumaba candidez. Aunque también vestía de negro, llevaba un vestido y unas sandalias; se recogía la melena corta detrás de las orejas, y miraba con atención y con la boca entreabierta las manos que marcaban la pauta de cada canción. A veces se fijaba en la novia, concentrada y radiante, pero nunca se perdía. Las voces rebotaban en las paredes de la iglesia, serpenteaban entre las columnas. En el altar, los novios se lanzaban al futuro y sonreían. Todo el conjunto, en definitiva, conducía a la trascendencia. Conmovido por el coro, el templo y la emoción contenida de los protagonistas, el matrimonio civil se me reveló como un absurdo. Aunque pronto se sublevó la bancada progresista de mi cerebro para pedirme calma. Estábamos en la iglesia de la Asunción, en Priego.

Todo puede verse como otro día más en la oficina. Es una forma de rendición. Me pasaba eso cuando trabajaba en bodas. Pero más tarde comprendí que la repetición no es la muerte de la creación, sino el origen. Por eso no me preocupó escuchar el mismo discurso de siempre ni caer, como de costumbre, en las mismas divagaciones. ¿Tendrán una idea resignada del amor? ¿Tendrán hijos? Al parecer, cada vez hay más matrimonios sin hijos o con uno solo. Se leen noticias sobre la cuestión y se encuentran opiniones de muchos tipos. Pensé que, si esa tendencia se consolida, seremos gobernados por la nada o por hijos únicos. Por suerte, la misa terminó antes de que se complicaran más mis cavilaciones.

Poco a poco fuimos saliendo, buscando la sombra. En la entrada, algunos optaron por la conversación ligera; otros, por dar buenas noticias: cada uno canaliza las bodas a su manera. Hasta que salieron los novios. Entonces, además de la exaltación habitual, sucedió algo inesperado: apareció una charanga que, entre viento y percusión, convirtió la calle en una fiesta. Todos nos unimos al jolgorio por instinto, y desde el completo desgobierno acompañamos a los recién casados hasta el coche. Pasamos de la solemnidad al estrépito en un segundo, y lo curioso es que no me pareció un díptico desequilibrado, sino perfectamente simétrico. Me reconfortó ver que tanta gente abrazaba con naturalidad el caos.

*Escritor

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