Opinión | Sedimentos

Etiquetas perniciosas

Es habitual cierta obsesión por calificar a quienes nos rodean, adjudicándoles una etiqueta que ha de describir y regir su comportamiento, lo cual permitirá predecir y prevenir cuanto pueda esperarse de ellos en cada ocasión. Tales etiquetas no son sino un inmenso saco de prejuicios del que difícilmente puede escapar el así calificado, pero cuando se trata de niños, la cuestión adquiere suma gravedad, porque semejantes expectativas encarrilan su desarrollo en una dirección ajena en gran medida a su personalidad y necesidades.

Si un niño se mueve mucho, está siempre inquieto, es hiperactivo; si no lo hace, parece algo tímido y poco sociable, se apunta de inmediato hacia alguna forma de autismo. La psicología define como profecía autocumplida la disposición por la que cada persona tiende a responder de acuerdo con lo que esperamos de ella; así, calificar a un niño como torpe implica empujarlo a que lo sea en mayor grado; si lo tildamos de revoltoso, se metamorfoseará en algo más alborotador. El intento de corregir con ansiolíticos un exceso de actividad puede conducir a efectos desastrosos, pues no son fármacos inocuos; es factible que en muchas ocasiones la conducta inadecuada de un niño responda simplemente a que se aburre en clase, quizá por su elevada capacidad de aprendizaje. Un profesorado sensible y atento posee competencia para detectar y evaluar cada caso, diagnosticar el problema e, incluso, habilitar algunas medidas, pero se enfrenta a un sistema pedagógico poco estimulante y pleno de obstáculos para desarrollar una labor eficaz, orientado a igualar al alumnado de acuerdo con el rendimiento más bajo del grupo.

Entre tanto, sería recomendable reducir el abuso de etiquetas calificadoras, que simplifican en exceso la personalidad y privan a la sociedad del aprovechamiento idóneo del talento potencial.

*Escritora

Tracking Pixel Contents