Opinión | Tribuna abierta
Crueldad
El diccionario de la RAE define la crueldad como inhumanidad, impiedad y fiereza de ánimo. La crueldad se exhibe en Gaza así, sin pudor ni vergüenza, sin disimulo ni intento de suavizarla, con saña, como la peor cacería animal. Parece plasmar lo que el filósofo Franco Befardi dice: «La crueldad es el deseo de producir sufrimiento». El dolor de las víctimas, visible más que en otras guerras, es difícil de soportar y, según los testimonios, abarca todas las expresiones psicológicas (y físicas) del trauma inmediato. Las manifestaciones tardías en los supervivientes llegarán más adelante y el río de dolor no se detendrá allí. Según el psiquiatra palestino Yasser Abu Jamei, el impacto psicológico se transmitirá a varias generaciones.
¿Dejará alguna huella también sobre los ejecutores? En estos días muchos pensamos de forma recurrente en el Holocausto, como si Palestina lo hubiera resucitado al ocupar el mismo lugar en la historia que ocuparon los judíos europeos hace algo menos de un siglo. Lo que entonces fueron campos, lagers, ahora es la franja de Gaza: un lugar de concentración previo a su exterminio. Y, como también ocurrió en Alemania, mientras el gobierno de Israel ejerce de verdugo, su pueblo obedece y calla.
Adolf Tobeña, en su libro Anatomía de la agresividad humana, demuestra que somos mucho más capaces de acatar órdenes de lo que prevemos, incluso cuando al hacerlo causamos dolor y destrucción. Solo hacen falta unas condiciones que atenúen la empatía, como la deshumanización del otro o la creencia de que su desaparición es necesaria para mi supervivencia; el sometimiento a una autoridad admirada o temida y una tendencia a la conformidad social, a no señalarme, lo que no deja de ser una forma de eludir el pensamiento crítico. El grado de malignidad, entendida como la frialdad profunda, la ausencia de empatía y de sentimiento de culpa -los rasgos de la psicopatía antisocial- puede variar de unos sujetos a otros, pero no es necesario ser un psicópata para ejecutar eficazmente el trabajo encomendado.
Sin embargo, como recuerda Primo Levi en Los hundidos y los salvados, hasta los nazis intentaron borrar las huellas de sus campos de concentración cuando vieron perdida la guerra y describe cómo soldados de las SS se burlaban de los prisioneros advirtiéndoles que, aunque ganaran, nunca serían creídos, porque con ellos iban a ser destruidas las pruebas de lo que había sucedido. Incluso si alguno sobrevivía, lo que dijera sería «demasiado monstruoso para ser creído». No lo consiguieron del todo y la historia de los terribles campos salió a la luz.
Pero ahora se dan unas condiciones nuevas: ni la población de Israel ni el resto del mundo pueden decir que no conocen lo que está ocurriendo. Intimidar y matar a tantos periodistas no ha podido frenar los testimonios y las imágenes que se vierten al mundo. Me pregunto cómo los integrará la población de Israel, qué se contarán sus ciudadanos a sí mismos. ¿Sentirán culpa, vergüenza, o estos sentimientos quedarán sepultados también entre los escombros de Gaza? No sé si es posible enterrar tantas vidas a tanta profundidad para que su dolor nunca aflore.
Y me pregunto también cuáles serán las secuelas para el resto de la población que, mientras ocurre este drama, miramos hacia otro lado. ¿Quizá una dolorosa contractura muscular? Puede que el dolor sepulte la culpa por omisión y la torsión del cuello oculte la vergüenza por nuestra cobardía. O puede que esta exhibición de crueldad tenga un objetivo: insensibilizarnos a ella, minimizar el sufrimiento y conseguir que la expresión banalización del mal no sea más que un lugar común.
*Psiquiatra
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