Opinión | Paso a paso
Juventud perdida
La juventud moderna, a la que se lisonjea sin tregua con retóricas de empoderamiento y consignas de autenticidad, es quizá la más mutilada que haya conocido la historia. Se le han arrancado las raíces -las históricas, las culturales, las religiosas- como quien arranca de cuajo un árbol para dejar tierra yerma, disponible para los monocultivos de la ideología. Esta juventud, tan saturada de pantallas como huérfana de referentes, ha sido despojada de los grandes ideales que daban forma al alma: el amor a la patria, el sentido del sacrificio, la búsqueda de la verdad, el anhelo de eternidad. En su lugar, se le ofrece un menú de consignas fugaces, de placeres inmediatos y revueltas prefabricadas que se consumen con la rapidez de una ‘story’ de Instagram.
Pascal nos advertía que «la grandeza del hombre está en saber que es miserable», pero nuestros pedagogos de lo instantáneo les han enseñado que son perfectos tal como son, que su opinión vale lo mismo que la de un sabio, que deben sentirse bien sin necesidad de mejorarse. Se les ha privado del esfuerzo, y por tanto del mérito; se les ha vaciado de tradición, y por tanto de identidad; se les ha enseñado a desconfiar de todo lo heredado, como si la historia fuese una cárcel de la que deban liberarse y no un hogar donde arraigar.
Este vaciamiento no ha sido casual, sino funcional. Un joven sin raíces es maleable, gobernable, moldeable por los dictados del mercado y las modas ideológicas. Al no conocer el pasado, no puede rebelarse contra su repetición; al no creer en el alma, se deja devorar por los estímulos sensoriales; al no aspirar a lo eterno, se rinde a lo efímero. «Cuando el hombre no cree en Dios, acaba creyendo en cualquier cosa», decía Chesterton. Y nuestros jóvenes, huérfanos de lo sagrado, se postran ante el altar de los ‘influencers’, los gurús del ‘coaching’ y los activismos de alquiler.
El nuevo culto ya no se celebra en templos, sino en platós de televisión y plataformas de ‘streaming’. Sus oráculos no son los sabios ni los santos, sino los virales del día. La liturgia se reduce al eslogan; la penitencia, al cancelado; la salvación, al ‘like’. Y todo ello envuelto en una estética de falsa tolerancia que, en el fondo, desprecia la verdad y persigue el pensamiento libre con furia inquisitorial. Una espiritualidad sin Dios pero con ‘branding’. Una redención sin sacrificio, pero con patrocinadores. Una moral sin conciencia, dictada por algoritmos y tendencias.
Así se les roba el alma en nombre de la libertad, se les esclaviza con el señuelo de la autoafirmación. Pero una juventud sin esfuerzo ni trascendencia es una flor sin raíz, bella apenas un instante antes de marchitarse. Solo cuando vuelvan a mirar con reverencia el pasado, a anhelar ideales más altos que su comodidad, a entender que la vida no es un espectáculo sino una misión, podrán redimirse del yugo invisible que les han impuesto. Porque no hay mayor tiranía que aquella que se disfraza de libertad.
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