Opinión | Calma aparente

Despedidas y contradicciones

Se ha escrito mucho sobre las despedidas de solteros. Se alude a la edad avanzada de los participantes, a su desparrame ridículo, a su abuso de las ciudades que visitan. Se disfrazan de toreros, de jeques. Se mueven en estampida, arrasando con todo. Son, en definitiva, pura barbarie y mal gusto. He leído estas afirmaciones y he asentido. Me he cruzado con algunas despedidas y he negado con la cabeza. Así es, comulgo con esas ideas. Dicho esto, hace poco estuve en una despedida de soltero. Si se hubiese ajustado a mi personalidad, no se habría organizado. Por suerte, a veces uno hace cosas con las que no tiene nada que ver.

El sur de Tenerife, en teoría, forma parte de España, pero lo cierto es que allí gobierna la hermandad de la pinta calentorra y la Premier League, de la violencia por aburrimiento y los alaridos cavernícolas. Por puro instinto de supervivencia, evitamos las calles colonizadas por los vikingos. En cualquier caso, la despedida pudo cumplir con muchos de los tópicos asentados. El novio se disfrazó y bebió chupitos sin ganas; estuvimos en una discoteca en la que muchos nos sentimos desubicados; incluso fuimos a un parque acuático, donde posamos en bañador para una foto en grupo, como un equipo enternecedor de waterpolo que confía en disputarle la liga al paso del tiempo. En definitiva, hicimos cosas que no solemos hacer por una causa común, no por voluntad. Aun así, formar parte de un grupo variopinto también tuvo sus ventajas. Recorrimos en yate la costa tinerfeña, y al final de la tarde, alejándonos de la orilla, vimos ballenas piloto. Fue un espectáculo inesperado que culminó con un contrapunto genial. De pronto, cuando permanecíamos en completo silencio, un ruido de origen natural dinamitó el instante. No es que alguien se tirase un cuesco, sino que se le escurrió. Fue un cuesco desenvuelto, libre, como el rasgueo de una guitarra, y al que le debemos haber terminado retorciéndonos de la risa en mitad del Atlántico.

Anclados frente a una playa, otro perdió un reloj en el mar. Era obvio que no lo recuperaría. Pregunté qué posibilidades había de encontrarlo, y a mi lado respondieron que cero por ciento. Aun así, más por el valor del gesto que por fe, algunos se tiraron al agua para buscarlo. Y sucedió, no miento: un puño surgió de las profundidades del océano con el tesoro entre los dedos. Estalló la fiesta, lo imposible. De vuelta, despeinados por viento de sal, asentíamos ante la certeza de nuestra suerte. Las despedidas, como digo, no cuadran conmigo, pero a veces merece la pena saltarse a uno mismo.

*Escritor

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