Opinión | Calma aparente
No hacer nada
Las obligaciones que me impongo son más duras que las que me imponen. A fuerza de perseverar, he terminado alcanzando el objetivo de disponer de gran parte de mi tiempo, que es algo tan bueno como peligroso, algo así como vivir a contracorriente, al límite. Pero este tipo de vida, cargada de responsabilidad, produce confusiones incómodas. La principal es que, cuando trabajo, se considera que estoy ocupado; sin embargo, cuando no trabajo, se piensa que no hago nada y que, por tanto, podría echarle una mano a cualquier espontáneo. Ciertamente, si me viesen a través de una cámara oculta, muchos seguirían pensando que no hago nada. La clave de este asunto, como de costumbre, está en los matices, que en este caso sería el siguiente: lo que habitualmente se considera no hacer nada, para mí es importantísimo. Me lo tomo tan en serio que ni duermo la siesta.
Con esta manía de la lectura y la escritura, sucede que ni con todo el tiempo del mundo tendría suficiente; es algo que resulta frustrante hasta que se digiere, hasta que se asumen las propias limitaciones y se comprende que cada elección implica un abandono. Pero no todo en esta vida es la literatura. Hay que hacer más cosas. Para poner en marcha mi cabeza, por ejemplo, suelo desayunar con mi padre. También acostumbro a salir a la calle dispuesto a hacer algo y volver habiendo hecho lo contrario, que es muy estimulante. Por no hablar de un necesario cambio de ruedas, una visita al dentista o cualquier cuestión doméstica. A veces incluso voy al gimnasio. En definitiva, se despista uno y el día rebosa. Es esta forma de no hacer nada la única que he encontrado hasta ahora para poder sentarme en mi escritorio con algo que teclear. Si el folio va a estar en blanco, prefiero seguir sacándole partido a la nada.
El otro día salí de casa con la intención de pasear por el barrio de Santiago. Entraría en algún patio, me tomaría un café en cualquier terraza y volvería con la columna semanal fraguada. Sin embargo, un frío inoportuno frustró mi caminata (pasear incómodo no es pasear, sino sufrir). Opté entonces por leer en mi orejero. Eran las doce del mediodía, y el silencio y la calidez del hogar entraron en escena; convirtieron mi sillón en un barco que iba soltando lastre, elevándose. Podría haber luchado contra las circunstancias, pero probé a dejarme llevar y terminé durmiéndome una siesta extemporánea, la del burro. Al final, me desperté renovado y con la idea de esta columna en la cabeza. ¡Eureka! Como puede comprobarse, la nada incluye hasta una dosis de innovación.
*Escritor
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