Opinión | El ángulo
La paz, la guerra y el insulto
Desde que León XIV asumió el papado, no ha parado de hacer llamamientos a la paz en todas sus intervenciones públicas. En su primer discurso tras el Habemus Papam, apeló desde el balcón a una paz desarmada y desarmante, durante su primera bendición dominical en la Plaza de San Pedro alertó del riesgo de una tercera guerra mundial y pidió explícitamente el cese del fuego inmediato en la Franja de Gaza, ayuda humanitaria a la población civil y la liberación de todos los rehenes. Tener que mirar a Roma para ver una defensa continuada y militante de la paz nos da la medida de la ausencia de liderazgo internacional que denuncie la situación inmisericorde con el pueblo palestino.
La denuncia de la guerra va más allá del conflicto armado que tradicionalmente hemos conocido. Daniel Iriarte en Guerras cognitivas analiza cómo estados, empresas y espías utilizan la mente humana como campo de batalla, cómo las campañas en redes sociales pueden alterar resultados electorales, y cómo estas técnicas son adoptadas por diversos actores para sus propios fines.
Todos estamos advertidos de cómo la desinformación y las conspiraciones pesan sobre nuestras democracias, pero quizás hemos normalizado el uso del insulto en el ámbito público y en el político, siendo como es una herramienta más y de las más poderosas en la manipulación y la desestabilización. Consigue desacreditar a los oponentes, los actores de guerra cognitiva emplean los insultos para minar la reputación y credibilidad de sus adversarios, haciendo que sus opiniones y argumentos parezcan menos válidos.
El uso de lenguaje ofensivo amplía las divisiones y conflictos dentro de una sociedad, creando un ambiente de hostilidad y desconfianza, la polarización, ¿les suena? Y está diseñado para desencadenar respuestas emocionales fuertes, como la ira o la indignación, imprescindibles para influir en la opinión pública. No se llega a una guerra cognitiva de la nada, la escalada es un proceso lento de asimilación de conductas que antes eran rechazadas ampliamente, como la normalización de los insultos. Las ofensas no son recientes en el discurso político, pero se han modernizado con las nuevas generaciones, la nueva política, y se han vuelto más frecuentes como técnica dialéctica.
El insulto en comunicación pública intenta mostrar que los políticos se indignan, tienen emociones y las transmiten como personas corrientes, pero el barrio por el que pasean los convencidos de esta estrategia no es el de ustedes, ni el mío. Sé que el salto de hijo de puta a Gaza es casi olímpico, pero todo tuvo un principio.
*Politóloga
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