Opinión | Calma aparente
Oscilación estable
Ya estaba todo listo, solo quedaba el pistoletazo de salida. Recorría las calles a cámara lenta, despidiéndome. Hasta que, después de dos años, llegó el momento de cambiar de destino. A partir de ahora dormiré en otro lugar cuando trabaje; ya no será un pueblo andaluz de diez mil habitantes, sino uno manchego de dieciséis mil: me pierde el cosmopolitismo. La mecánica será la misma; es decir, entre Córdoba y mis visitas laborales quirúrgicas, tendré dos vidas. No supone un trastorno; aun así, empezar de cero, con nuevos compañeros, desconocidos, y nuevas funciones, implica soportar una dosis considerable de incertidumbre. Al final fingí que no pasaba nada hasta que pasó, que es como mejor se afrontan los cambios.
Me alojaré en un apartamento a las afueras, en un ensanche del pueblo. Al lado hay una pizzería, cuya puerta lateral, la de la cocina, está custodiada por un gato callejero. La avenida principal la conforman casas bajas de dos plantas y algún negocio puntual. Los vecinos son amables y ligeramente suspicaces (sus perros enanos no son tan ambiguos). Veo mujeres con coches tuneados y mujeres con hiyab; solitarios fumando en mesas altas y señoras empujando carritos de la compra. Frente a un quiosco con un toldo verde de El País, hay una cafetería que se llama El Eclipse. Allí desayuné mi primera mañana libre. En la mesa de al lado, dos treintañeras hablaban de una romería. La morena charlaba más que la rubia; decía agradecer la soledad, sobre todo desde que se había divorciado (su ex se lió con su «archienemiga»). En las demás mesas, como casi siempre, había parejas de señoras hablando animadamente. Una mujer enchaquetada, que bebía a sorbos rápidos, se despidió diciendo que llegaba tarde a Madrid. La camarera nos llamaba majos y bonicos, y de la cocina se encargaba un chaval risueño y lento. Internet ha uniformizado todo un poco, ya hay góticos en todas partes; sin embargo, a algunos lugares llega con dificultad. Todavía están a salvo muchos matices. Al salir, busqué la biblioteca, que estaba vacía, y me instalé en un rincón con vistas donde solo se oía el canto de algún pajarillo.
Trabajar fuera no es una fiesta: las camas de noventa; las ensaladas del Mercadona; salvar la apariencia y descuidar la alimentación, como un viudo torpe. Pero asumo los cambios con un escepticismo entusiasta. Nunca quise ir a LA, pero tampoco me resistiría si la vida me mandase por allí. Además, consciente o inconscientemente, todos nos movemos alrededor de un eje. En mi caso, escribo desde Córdoba, ya esté en Barbate o en Castropol.
*Escritor
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