Opinión | Para ti, para mí
Un Papa que abrazó y amó a la humanidad
Ayer, fue todo así, una misa exequial solemne y sencilla al mismo tiempo, con la presencia de los grandes dirigentes del mundo y con el aroma que el papa Francisco derramara sobre las entrañas de la humanidad, a lo largo de todo su pontificado, siguiendo las pautas evangélicas: «Los pobres ocupan un lugar privilegiado en el corazón de Dios». Y fueron los pobres los que dieron el último adiós al Papa en Santa María la Mayor, cumpliendo uno de los últimos deseos del Pontífice, que el «último adiós», antes de ser enterrado, se lo dieran quienes menos tienen. Por eso, un grupo de pobres y necesitados estuvo presente en la escalinata de acceso a la basílica papal de Santa María la Mayor, presentando sus últimos respetos antes de la inhumación del féretro. Sobre su tumba, una sola palabra de epitafio, «Franciscus», concentrando así el perfume del «pobrecillo» de Asís, el que puso en marcha como anillo de oro para las alturas: «el sentido fraternal de la historia». Francisco ha sido el Papa que marcó su vida con el acento en las periferias físicas y existenciales; el Vicario de Cristo que supo guiar a la Iglesia por la senda de la misericordia y la esperanza; el hombre que miraba a quien tenía enfrente como si fuese la única persona que existía y sobre todo, la persona que nos ha enseñado a mirar hacia delante sin miedo. El gran destello de Francisco, su estela más luminosa sido la de haber amado al mundo y abrazado a todas las gentes. Nos ha enseñado la «teología del Evangelio», fuera de las cátedras, de las aulas y de los despachos, una pastoral de los «signos de los tiempos», conciliar y muy trinitaria en la que anunciaba permanentemente la presencia del Padre, la intercesión de Jesús y el Espíritu que nos ayuda en el timón de la historia de la Iglesia y de nuestras vidas. Las múltiples reformas de Francisco en sus doce años de Papa sólo tenían un fin: Evangelizar. Habló, escribió, viajó y rezó para «llevar la alegría de quienes se encuentran con Jesús». Invitó a creyentes y a no creyentes a dibujar el rostro de la Iglesia en este mundo en cambio. Francisco salió del diagnóstico, para pasar a la acción. Por eso, nos ha legado una «diplomacia de gestos y de cercanía, basada en ir siempre allí donde se necesita a Dios». ¡Cuántos mensajes, cuántas lecciones desde el andén de la historia nos ha ofrecido en mil momentos el papa Francisco! Sería imposible «recogerlos en unas lineas». Pero queden, como símbolos de su quehacer pastoral: Sus encuentros en los aviones con los periodistas, «instantes únicos, intensos e inolvidables junto a él», según Eva Fernández; su gran apuesta por la «sinodalidad», potenciando sin miedo la «corresponsabilidad» para la misión; su deseo ardiente de «restaurar la casa común»: su atmósfera, su océano, sus ríos y lagos, las altas montañas y las amplias llanuras; sus actuaciones con valentía contra los abusos, sin que le temblara la mano para expulsar del sacerdocio a cardenales o para suprimir a congregaciones; su pasión por la «evangelización», cargando sobre sus hombros la responsabilidad de alentar la reforma de una Iglesia que la hiciera más apta para el cumplimiento de su misión.
Y acaso como ultima pincelada que nos ha ofrecido Francisco, hemos de señalar la de haber sido siempre «un comunicador nato». De alguna manera, su estrategia consistió en «la falta de estrategia»: la frescura, la sencillez, la espontaneidad y la proximidad. Destacó siempre una sonrisa que ha dado la vuelta al mundo, dejándonos fórmulas y claves para recuperar la alegría: «Mi deseo se resume en una palabra: sonrisa. ¡No ocultéis los sueños! No aturdáis vuestros sueños, concededles espacio y atreveos a contemplar horizontes amplios. Descubriremos que no hay imprevistos, ni pendientes, ni noche que no se pueda afrontar con Jesús». Recordando a al papa tan querido, Francisco, los versos finales de Manuel Alcántara: «Necesito que grites, / quiero tu resplandor sobre mi frente / o en el hombro tu mano azul y eterna».
*Sacerdote y periodista
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