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Opinión | Caligrafía

Trajes

Me fijo mucho en cómo anda la gente con traje. Soy un niño criado en el centro de Córdoba, barrio de San Juan, una experiencia muy concreta que incluía ver a grupos nómadas de punkis acostados en los bancos del Bulevar gritar a la gente que salía del Gran Teatro («¡Burgueses sin dinero! ¡Vivís ricos para morir pobres!») y hombres en traje volviendo a casa. Muchos llevaban maletín, que ya ha desaparecido en gran medida, a favor de las mochilas-que realmente les dan una paliza en cuanto a utilidad- o a favor de no llevar nada. Pienso ahora, me equivocaré seguro, que la gente de banca iba sin maletín y los abogados con maletín (pequeños, gastados, sin correa, una extensión perfecta y muerta del brazo). Da igual: volvían tarde, y los dividía yo en dos tipos: los que caminaban rápido y con gravedad, y los que avanzaban balanceándose delicadamente, como pisando tierra tras meses en un barco. Casi todos los que veo hoy pertenecen al segundo grupo, cabizbajos y con la chaqueta abierta a cualquier hora. Por más robusta que sea la estantería, el mucho peso y el tiempo la vencen. Los hombres del primer grupo ahora suelen ser mujeres de treinta y pocos.

Se sabe mucho de alguien por su forma de llevar el traje. Si lo lleva mucho o poco y por qué, de su gusto (esos inexplicables cuadros), de la función que espera de él. El traje es una prenda traicionera, porque el primer día te viste a ti y el segundo lo vistes tu a él. Unas veces irradia verdadero poder, como si los hilos de la lana fueran de acero; y otras se deforma y ablanda, con el abrazo frío y sin consuelo de un sudario.

*Abogado

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