Opinión | Caligrafía
Callarse
Desde hace tiempo es imposible ir a un acto-y al final se llega a una edad en la que siempre hay algún acto al que ir- en el que los asistentes se callen cuando el organizador, el premiado o cualquier otro orador empieza a hablar. Antes la gente guardaba un silencio respetuoso. Ya no. No sé si es una reacción a que hablen políticos, a los que nadie quiere escuchar; o que la gente crea que el acto es para ellos como una alfombra roja a escala o que los actos son para comer y beber y que todo es como ir con unos amigos a una taberna. No es todo lo mismo. Ya he visto, con asistentes teóricamente cultos y educados, seguir hablando a voces por encima del que agradece el premio que los asistentes han ido a darle. Es de una falta de educación y respeto abyecta. La educación, hasta habiéndola recibido, hay que pulirla y lustrarla porque también va yendo a menos. No puede durar la educación lo que se tarda en agarrar una cerveza. Yo proponía en los actos hablar antes de que el público haya empezado a beber, en vez de al final. Pero da igual: el sábado pasado, en la comida de la Fundación Bangassou, de cada tres frases del orador una era para pedir silencio a unos asistentes recién llegados, sobrios y con el nudo de la corbata en perfectas condiciones. Hablar en público es difícil. La deferencia mínima con el que habla-y además, es que al acto se ha ido a eso, a oír hablar al menos esos dos o tres minutos- es callarse. ¿Tanto hay que decir? ¿Tan indispensable es seguir con la propia conversación? ¿Tan adictos somos a nuestra propia voz y nuestro eco que no podemos escuchar a otro?
*Abogado
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