Opinión | Paso a paso

Cenizas vanas

Hubo un tiempo en que la cultura era un baluarte, una atalaya desde la cual el hombre oteaba el horizonte del espíritu, absorto en la contemplación de las verdades eternas. Un tiempo en que Córdoba fue jardín de ideas y fragua de intelectos, donde la sombra de Séneca aún serpenteaba en los pliegues del pensamiento y la poesía de Góngora resplandecía como una ascua encendida en el viento del tiempo. Pero hoy, cuando el mercachifle ha alzado su imperio, cuando el oropel del entretenimiento ha suplantado a la meditación y el histrión de turno sustituye al erudito, lo que antes fue templo se transmuta en feria de vanidades.

La cultura, antaño aristocrática en su rigor y ascética en su búsqueda de la belleza, se ha visto prostituida por la trivialidad del espectáculo. No es casualidad que, en esta era de ‘influencers’ y ‘logomaquias’ huecas, el artista se degrade hasta convertirse en un mendicante de aplausos efímeros. Como si de una reencarnación risible de Narciso se tratase, se entrega a la contemplación de su propia imagen, reducida a un haz de píxeles que se difumina en la inanidad. A la manera de aquellos bufones medievales que aplacaban con muecas la cólera de los reyes, hoy se pergeñan noveluchas anodinas, se recitan versos deshuesados de sentido y se aplauden pueriles ‘boutades’ que no aspiran sino a ser ‘trending topic’ durante un par de horas.

Nada más desolador que el panorama de una Córdoba sin entrañas culturales, donde la sombra de Séneca se diluye en la cháchara y el verbo gongorino se marchita en un exilio de olvido. Góngora, cuyo español era una catarata de luces, habría sentido un escalofrío al contemplar el hedor de esta cultura abaratada, en la que lo grandioso se malbarata y lo vulgar se encumbra. Como aquel Príamo que, en la ‘Ilíada’, se arrastra ante Aquiles suplicando por el cadáver de su hijo, los verdaderos amantes del conocimiento ven con ojos empañados el saqueo y la ignominia de una herencia que se entrega al necio.

Pero esta hecatombe no es un accidente, sino la consecuencia lógica de una época que ha cambiado el fuego prometeico por la luz parpadeante de las pantallas. La intelectualidad ha sido suplantada por la ‘doxa’ digital, esa charca en la que croan los ignorantes, satisfechos de su inanidad. Los nuevos sofistas no venden ya palabras hermosas, sino consignas ramplonas. ¿Cómo extrañarnos, pues, de que la literatura haya devenido en una vitrina de falsedades complacientes?

Hasta entonces, nos queda la ingrata tarea de escribir sobre las ruinas, de cartografiar el derrumbe y de señalar, con una suerte de amarga clarividencia, que la cultura que no se somete a la disciplina del intelecto ni a la exigencia de la belleza está condenada a la extinción. En esta era donde la desmemoria reina y la superficialidad se entroniza, sólo los que perseveren en la lectura de los clásicos, en la veneración de lo sublime y en la lucha contra la barbarie podrán aspirar a que las cenizas no sean vanas.

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