Opinión | Calma aparente

Trassierra

Trassierra es un familiar al que lamento no ver más a menudo. Para algunos, está al lado de Córdoba; para otros, es un país extranjero. El inicio de Sierra Morena es palpable; termina el llano de la campiña y empieza el ascenso verde oscuro. Quedé con mi padre para desayunar en el pueblo (aprovecho desde hace tiempo las ventajas de su jubilación). Él llevaba el coche, disfrutaba con cada giro, aunque la carretera del castillo de la Albaida parezca diseñada para el drama: curvas cerradas, ciclistas, autobuses de línea. Era jueves, así que el tráfico era reducido; aun así, se notaba la diferencia entre la conducción de los que bajaban a trabajar y los que subíamos para exprimir una mañana soleada de invierno. Nuestra rutina ya no es un caballo que corcovea.

En el bar solo había cinco parados blasfemando contra el Gobierno. Nos sentamos y empezamos a hablar sin pretensiones, lo cual suele conducirnos a una conversación fértil, tan repleta de ideas que no damos abasto; mientras escuchamos, intentamos no olvidar lo que se nos va ocurriendo: una buena charla también implica ejercitar la memoria. La historia era la de una parcela comprada en el noventa. Lo primero que se hizo fue cercarla y construir un pozo y un camino de cemento. Después se ahorraba hasta poder acometer otra obra. La esencia del proyecto era incompatible con los préstamos. La intención era que siempre hubiese algo que hacer. Pasados treinta y cinco años, una casa a su medida, un refugio, un vergel. Arbolitos sin apenas tallo son ahora pirámides. Lo de mi padre es un alarde de paciencia en vías de extinción.

Antes de volver fuimos a las Ermitas. Recuerdo cuando recorría esos túneles de encinas y alcornoques en Vespa. Una noche, encogido por el frío, el foco iluminó a una hombre que hacía aspavientos; pensé que era un tarado, pero poco después me topé con una vaca huida. Afortunadamente, ambos nos mantuvimos en nuestros respectivos carriles. Dicen que los principales reclamos turísticos de Córdoba hace años eran la Mezquita, el Círculo y las Ermitas. No me extraña. A pesar de la distancia, siempre compensa pasear por allí, por su pasarela de chinos flanqueada por cipreses. Las Ermitas son un monumento al silencio y al trabajo minucioso; son un faro y también un mirador impoluto, resplandeciente. Es lógico que un obispo mandase que le construyeran allí un sillón para disfrutar de las vistas. Bajamos a Córdoba por la carretera de Assuan con el coche en punto muerto, ligeros, navegando entre las frondosas copas de la Bética.

*Escritor

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