Opinión | Cielo abierto
El día de los enamorados
Hay ritos silenciosos que pueden resultar imperceptibles incluso ante uno mismo. Te ofrecen ese grato bienestar apacible y sereno que de pronto aparece, con su matiz de cambio de estación. Ocurre con canciones olvidadas y con ciertas películas que quizá no citaríamos; pero las encuentras al azar, y de pronto te alegran. No me he detenido a comprobarlo, y no hace falta: hoy viernes, cuando escribo este artículo, en algún canal o en varios programarán El día de los enamorados. Con los años he descubierto que me gusta esta película, que me sigue fascinando, como cuando era niño, ver a Jorge Rigaud como un elegante San Valentín, con guantes y paraguas, paseando por las calles lluviosas de Madrid en 1959, hablando con Dios sobre cómo ayudar a unas parejas perdidas en los pequeños laberintos que el cine de entonces permitía. O sea, muy poco, y todo blandito y entrañable. Pero sólo por admirar a Conchita Velasco, cuando se anunciaba así, en uno de sus primeros esplendores, que hacía presagiar a la gran actriz y a la mujer, la belleza total que le esperaba años más tarde, merece la pena volver a esta película que es tierna y nostálgica, pero que también guarda su aroma de época y un colorido nítido de ensueño.
Es un cine de encanto, como Las chicas de la Cruz Roja, que se rodó un año antes y fue un éxito brutal. Si alguna vez has recorrido la Gran Vía en un descapotable, con el viento en la cara, sabes de qué te hablo: también la vida exige que le sonrías así de vez en cuando. Es lo que hacía Valentín, sonreírle a la vida, antes de ser ejecutado el 14 de febrero del 269. Claudio II había prohibido los matrimonios entre jóvenes, convencido de que los legionarios solteros eran más salvajes, y el sacerdote Valentín siguió casando parejas en secreto, hasta que fue descubierto. Me gusta San Valentín, como el Día del Padre, el de la Madre y todo cuanto sea celebración. Especialmente si, de verdad, los puedes celebrar.
Esta mañana he puesto en mi estado de wasap una viñeta con Supermán besando a Wonder Woman, que luce aquí con muslos de lo que es, una amazona ardiente en su divinidad, de la isla de Temiscira, y también una frase: «Alguna vez tenía que ocurrir». Pues claro que sí, alguna vez nos tiene que ocurrir. 1959, el año en que se estrenó El día de los enamorados, con el misterio cálido en los ojos de la hermosa Katia Loritz y la sensualidad blanca de Mabel Karr, fue un año en el que todo estaba a punto de ocurrir: la nueva poesía, con el Adonais a Francisco Brines por Las brasas y un accésit para Antonio Gala por Enemigo íntimo, y ese cine nuevo, en Technicolor, que se ofrecía a anunciarnos los mejores años de nuestra vida. Parece que ahora están mucho más cerca.
*Escritor
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