Opinión | Calma aparente

Lo repentino

Uno va perdiendo la inocencia y asumiendo la posibilidad de lo repentino, de que todo estalle en cualquier momento. Aun así, siempre los hay que se llevan las manos a la cabeza cuando tienen un problema, como si lo excepcional no fuese no tener ninguno. La señora que está de pie junto a otras dos que están desayunando dice adiós pero no se va, forcejea con su soledad. Cuenta que estuvo casada cuarenta años; sin embargo, ahora su marido (lo sigue llamando así) está con otra. Cuando lo ve y va solo, la saluda; si va acompañado, mira para otro lado. Habla sin parar hasta que, de pronto, pierde la voz y se le saltan las lágrimas. Sus interlocutoras se remueven en la silla. No saben qué decir. La escena, por suerte, la interrumpe un anciano que se les acerca para pedir dinero. Ellas niegan con la cabeza, y él no insiste. Después pregunta en otra mesa, a una mujer que está sola y absorta en sus pensamientos. Esta no le da dinero, pero le invita a desayunar; se levanta y le dice a la camarera que se hace cargo de lo que pida el hombre necesitado. Él se lo agradece con una sonrisa sin dientes.

Sigue haciendo frío. De camino, he estado a punto de cruzarme a la acera en la que daba el sol. No lo he hecho porque el tráfico de la avenida Gran Vía Parque convierte la calle en una frontera; cambiar de lado es algo así como saltar a las vías del tren. Es fácil imaginarse un bulevar, un paseo agradable, pero los coches lo impiden. Sería interesante ver el resultado de derribar el dique que contiene una zona con tanta vida. El ajetreo de carretilleros y repartidores es incesante. El color de las cajas de fruta y verdura solo lo afean un salón de juegos y algunos locales de compro oro, por no hablar del eslogan de un negocio de control de plagas: «Matamos por encargo». El despertador sonó hace poco. Quizá por eso me chirría el chiste.

En esta cafetería se paga al llegar. Las camareras son solícitas y vitales. Seguro que sostienen el desamparo de quienes desayunan aquí sin ser conscientes de ello, por una inercia inexplicable. Hay personas que se apiadan mecánicamente de los solitarios, que son capaces de descifrar el pensamiento ajeno y adaptar su comportamiento en beneficio de todos. Cada vez estoy más cómodo acudiendo a lugares que no frecuento. Me gusta recibir esa segunda mirada vacilante. Mi lugar quizá sea un no lugar. Antes de salir escucho: «Yo la quería, de verdad». Es un hombre de unos cuarenta años con la cara tatuada. Frente a él, una mujer agacha la cabeza y se enjuga la frente. También los hay adictos a los problemas.

*Escritor

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