Opinión | Paso a paso

El exilio de los vivos

Hubo un tiempo en que la compasión era la piedra angular de la civilización y no la prótesis retórica con la que hoy encubren su vileza los mismos que condenan a los más débiles a una lenta asfixia burocrática. En esa época, los ancianos y los enfermos no eran sombras relegadas al olvido, sino testigos sagrados de un tiempo que exigía respeto y cuidado. Hoy, sin embargo, el Estado ha aprendido el arte refinado de la crueldad pasiva, permitiendo que los más vulnerables mueran sin auxilio, no con el filo de la espada, sino con la infinita demora de sus trámites.

Cada año, tantos ancianos como los que pueblan una ciudad entera exhalan su último aliento sin haber recibido la ayuda que les prometieron. En Andalucía, las esperas para acceder a una prestación se prolongan hasta el delirio, alargando la agonía de quienes no tienen más tiempo que perder. En cada hogar convertido en improvisado hospital, en cada habitación donde una sombra humana se consume en la penumbra, se libra una tragedia invisible, una letanía de súplicas que jamás reciben respuesta.

No es la escasez de recursos lo que ahoga a estas almas, sino la indolencia de una administración que ha convertido la piedad en un trámite y la justicia en un número de expediente. Como el minotauro en su laberinto, los dependientes deambulan en un intrincado sistema de citas postergadas, informes extraviados y resoluciones que llegan cuando la guadaña ya ha segado la última esperanza. No hay Teseo que los rescate de este laberinto, porque el hilo de Ariadna se ha enredado en las miserias de un poder que sólo sabe tejer promesas baldías.

Los políticos, esos modernos Poncios Pilatos, lavan sus manos con discursos tan almibarados como falsarios, mientras miles de personas expiran sin haber recibido lo que se les debía. Como la Roma crepuscular, que aún se creía eterna cuando ya se desmoronaba, el Estado sigue pontificando sobre sus garantías sociales, sin advertir que sólo quedan ruinas sobre ruinas. Es la ruina de una sociedad que ha abdicado de la misericordia.

Pero la muerte no es sólo biológica: también hay un morir en vida, una muerte lenta y miserable que es peor que la tumba. Cada dependiente abandonado a su suerte no sólo es una persona despojada de su derecho a una vejez digna, sino el símbolo de una civilización en caída libre. La prueba infame de que, tras siglos de historia, hemos conseguido refinar los mecanismos de la tortura hasta el extremo de que ya no se ven, pero se sienten con la misma intensidad que un garrote vil.

Bernanos advirtió que la desesperanza es el pecado mortal de nuestra época. Y, en efecto, la Ley de Dependencia, que nació como un anhelo de justicia, ha devenido en el más siniestro de los espejismos. No es que falte dinero, sino que sobra desdén. No es que falten leyes, sino que falta vergüenza. Y en este exilio de los vivos, mueren los olvidados, sin otra mortaja que la indiferencia.

*Mediador y escritor

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