Opinión | Para ti, para mí
La fiesta de la Luz
Hoy, 2 de febrero, la liturgia de la Iglesia nos ofrece la maravillosa escena de la presentación de Jesús en el Templo de Jerusalén: el primer encuentro del Enviado del Padre con su pueblo. José y María cruzan la explanada, llevando al Niño en sus brazos. Un hombre, Simeón, va a reconocer en aquel niño al Salvador. El evangelio dice que era un hombre justo y piadoso, es decir, un hombre que había hecho de la fe y de la justicia el centro de su vida. La postración de su pueblo no lo había derrotado, sino que seguía acunando en su interior la esperanza del consuelo de Dios. A Simeón lo anima el Espiritu Santo y eso le permite ver con lucidez a pesar de sus viejos ojos cansados. Simeón se adelanta para saludar a la Madre con los brazos extendidos, recibe al Niño y bendice a Dios, diciendo: «Ahora, Señor, puedes dejar que tu siervo se vaya en paz». Tres mensajes brillan en las palabras del anciano: «salvación, luz y gloria». La sabiduría de aquel anciano fue precisamente no dar nada por terminado sin antes tener la certeza de que Dios dijera su última palabra. Hasta producirse eso, había que esperar: la esperanza es sostenerse en la convicción de que Dios saltará por encima de nuestros mejores cálculos de espacios y tiempos. Por eso, hay necesariamente que esperarlo, como el sufrido Simeón. Su experiencia, por la que logró ver finalmente a Jesús cuando su ancianidad casi lo hacía impensable, indica que Dios nunca dejará de intervenir. A Simeón lo ennoblece su paciencia. La transformó en una escuela excepcional de discernimiento. En el momento crucial, fue capaz de reconocer que a quien tenía delante era a Dios mismo, ya sin más retardo. El anciano Simeón reconoce a Jesús como luz que ilumina a todas las naciones, que disipa las tinieblas de la ignorancia y nos conduce hacia la verdad y la vida eterna. Simeón representa las esperanzas de todo un pueblo, la luz de las gentes está en sus brazos, ante sus ojos, y en Jesús aparece «metido en la Historia para salvar a la Historia misma». Ana, la profetisa anciana, nos enseña la importancia de la oración constante y la gratitud en nuestra relación con Dios. Y nos inspira a abrir nuestros corazones a la acción del Espiritu Santo y a reconocer su presencia divina en los momentos más simples de nuestra vida. Por todo esto, con motivo de la fiesta de la Candelaria, son muchos los pueblos que encienden en sus calles los «candelorios», como símbolos de la luz y de la convivencia. No se trata sólo de encender una gran «hoguera» en plena calle, congregándose a su alrededor como punto de diversión y de alegría. Se trata, desde la orilla de una fe que hunde sus raíces en la tradición, de encontrar en «el fuego y en la luz», fuerza y calor para seguir unidos, con el fin de construir una sociedad nueva y un mundo mejor, como entonaba bellamente esta plegaria: «Danos, Señor, motivos para esperar, entereza para mantener nuestra fe, ilusión para soñar y un amor que comprenda y acepte a los demás». Al final de su vida, poco antes de morir, en marzo de 1832, Goethe pedía: «¡Luz, más luz...!». Tambien nosotros, en esta hora apasionante y apasionada de la historia, necesitamos «ver» con claridad, para caminar con seguridad.
Hoy se celebra tambien la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, con el lema: «Peregrinos y sembradores de esperanza». Un lema que refleja el compromiso profético que lleva a la vida consagrada a ofrecer al mundo puentes de encuentro, de diálogo y reconciliación. El papa Francisco, dirigiéndose a las personas consagradas, les dice: «Espero que despertéis al mundo». Un «despertar» que exige con urgencia la humanidad, tan golpeada a lo largo de los siglos y de la historia. En uno de sus versos más entrañables, Manuel Alcántara, el poeta y periodista, susurra con tristeza: «Señor, yo no tengo más que miedo». Y más adelante, en el mismo poema, nos ofrece este bellísimo mensaje: «Cuando Dios nada dice es que algo pasa. / ¡Con silencio de nieve sobre nieve, / la palabra de Dios está cayendo!».
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