Opinión | Editorial

El Brexit es un gran error

Pocas decisiones políticas sometidas a referéndum han resultado ser más desafortunadas que el Brexit. Este pasado viernes se cumplieron cinco años de la salida efectiva del Reino Unido de la UE, y las dificultades económicas que afronta el Gobierno laborista de Keir Starmer, de tenor parecido a las que antes hubieron de gestionar administraciones conservadoras, son la mejor prueba de los efectos adversos de la cancelación del vínculo europeo. Mientras el primer ministro se afana en dar con la fórmula que permita estrechar los lazos de Londres con Bruselas, lo cierto es que a partir de ahora las importaciones procedentes de la UE deberán cumplir ciertos requisitos establecidos en tiempos de Theresa May, Boris Johnson y Rishi Sunak, que no harán más que entorpecer la economía global.

Puede decirse, sin lugar a dudas, que parte importante de los votantes que se pronunciaron por la salida fueron deslumbrados por las proclamas nacionalistas de la extrema derecha, la hostilidad antieuropea del ala más retrógrada del Partido Conservador y un populismo que se refirió constantemente a la recuperación de la soberanía. Los esfuerzos de Starmer, un europeísta, por lograr una relación lo más fluida e irrestricta posible con los Veintisiete choca con dos realidades: la oposición de los europeos a crear una suerte de nuevo mercado único con el Reino Unido y la imposibilidad práctica de plantear un proceso de vuelta a la UE, que seguramente daría pie a una crisis de Estado. Basta recordar la fractura del laborismo durante la campaña del referéndum para hacerse una idea del alcance que tendría fijar tal objetivo.

El hecho es que el Brexit ha permitido certificar que, fuera de la UE, todo son problemas de índole política, económica y social. De tal forma que ha menguado la brega de los euroescépticos. El nacionalismo ultra ha optado por no seguir por este camino y ha desviado la fundamentación de su nacional-populismo en la batalla contra los flujos migratorios. Si el resultado del referéndum del 23 de junio de 2016 entusiasmó a los ultras más exaltados, la compleja negociación de la salida y el nulo efecto que tuvo en la intensificación de los intercambios económicos del Reino Unido con Estados Unidos, anunciado por Donald Trump en 2019 a bombo y platillo, disuadieron a muchos de emular el Brexit. El caso más reseñable, pero no el único, es el de Giorgia Meloni, que ha archivado su vieja hostilidad hacia el entramado institucional europeo.

El dato incontestable es que el aserto «fuera de la UE hace mucho frío» ha dejado de ser una frase más o menos ingeniosa para traducir en pocas palabras el coste del Brexit. El Reino Unido es, sin duda, una gran potencia económica y un gran mercado financiero; la marcha de las operaciones en la bolsa de Londres tiene a menudo repercusión mundial y la libra sigue siendo una divisa de referencia. Pero esa gran economía, parte del G7, resulta ser bastante menos grande cuando se la compara con los dos gigantes, Estados Unidos y China, y tiene un poder de influencia considerablemente menor al que tuvo cuando formaba parte de la UE. No hay ninguna novedad en tal diagnóstico: lo adelantaron cuantos hicieron campaña por mantener al Reino Unido en la UE y fueron neutralizados por los propagandistas de un nacionalismo trasnochado.

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