Opinión | Calma aparente
Esperanza variable
El frío me corta la cara. La plaza está todavía cubierta de sombra. El sol solo alcanza a iluminar la fachada de la iglesia de los Trinitarios, que destaca como una revelación. Se me ocurre entrar, y dentro se impone el silencio. Es temprano, pero el templo no está vacío. Frente al altar lateral, un grupo de mujeres le reza a la Inmaculada Concepción. La calma del entorno contrasta, sin duda, con sus pensamientos. Sentadas en los bancos, unas se balancean como autómatas; otras cierran los ojos con empeño. Aferradas a la fe, ruegan por el final de los motivos de su angustia. Leo una inscripción en la pared: «Aquí fue donde invocado / el beato Concepción, / lograron sin restricción / remedios en todos los males / cuantos en casos fatales / imploran su intercesión». Al salir, como al entrar, me cruzo con una señora que me da los buenos días.
Busco abrigo en alguna cafetería, pero todas las de la avenida Barcelona están llenas, el bullicio es tremendo, así que hago tiempo en la biblioteca Antonio Gala. Están todas las mesas de todas las salas ocupadas. Además de opositores, como estamos en época de exámenes, también hay universitarios. Me alegra ver a un señor leyendo el periódico, confirmando que queda espacio para los que no están allí obligados. Recorro con cuidado y curiosidad los pasillos y las estancias. Encorvados sobre los escritorios, los estudiantes se enjugan la frente, se rascan la cabeza, se desesperan. Alguno se despista cuando paso a su lado y me mira desconcertado, como si saliera de un trance. Él, además de rezar, también puede esforzarse.
Encuentro una mesa libre en el Café Época. A mi lado, una pareja no se habla; ambos prefieren el móvil. En otra mesa, cuatro señoras saludan a una quinta que se les ha acercado; dice que no puede quedarse porque han operado a su marido, pero no se va. Da gusto verlas hablar apasionadamente de sus achaques, qué vitalidad. Me animo y pido una media de pizcos, mi segundo desayuno. Al rato, dos hombres piden café y se quedan en la barra. Comentan la noticia de una posible intoxicación masiva en una taberna cordobesa. Son más de cuarenta afectados y una fallecida. «Hasta una muerta, cojones», dice uno. El otro intenta templar el asunto; le recuerda que todavía están investigando el origen, que no se sabe nada con seguridad. «Lo que no tiene remedio es la muerte», sentencia el primero. No, en este caso, no hay nada a lo que aferrarse ya. Me entran ganas de salir a la calle, de espabilarme con el fresco. Pago y vuelvo a casa buscando las aceras en las que da el sol.
*Escritor
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