Opinión | El cuerpo en guerra
Los inquilinos
Los inquilinos, esos a los que José Luis Rey dedicaba un poema bellísimo en Las visiones («(...) Vivían / aquí, eran felices. / Estaban juntos y su ropa era a veces la mañana, / a veces el silencio. / Circulaban los tigres por el largo pasillo y allí, en el salón, / bostezaban grandes flores carnívoras. / Un ratón y un mosquito rondaban el umbral, / deseando entrar, acechando, / pues la casa del verbo es solo suya. / En esta misma habitación, ¿lo ves, / aún queda algo de césped (…)»), ya no viven felices: viven con miedo. Miedo a que les suban el alquiler a un precio que no puedan pagar, a que los echen de su casa porque el casero diga necesitarla aunque en realidad vaya a transformarla en una vivienda turística para rentabilizar más la inversión.
Ya no hay mañanas lentas de desayunos en la cama (y sobremesa corporal), ni tigres circulan por las estancias porque no dejan tener mascotas. Ya ni se interesan las cucarachas por entrar para asustarlos o los mosquitos por robar algo de su sangre -está congelada, los tiene paralizados el miedo- y ni rastros de césped porque ni siquiera pueden colgar cosas de las paredes. Ya no son lo que eran los inquilinos: personas normales que se habían establecido en una casa que habían convertido en un hogar feliz, en un hogar-refugio donde escapar de las largas jornadas laborales, las complicaciones familiares, la soledad de las ciudades grandes y la ansiedad. Ya la casa del verbo no la sienten como suya; no es casa ni verbo ni lenguaje a partir del cual definir el vocabulario.
Sí, los inquilinos vivimos aterrados ante la falta de una vivienda digna y asequible mientras la burbuja no para de crecer como las pompas de chicle. Y soplamos y soplamos y no explota. Mardisión; parálisis. Tanta demanda por este descontrol que el gobierno pasa de regular para no perder votos en las próximas elecciones y, mientras tanto, la ley de la jungla.
Pongamos que entonces tomamos la decisión de comprar, que nos decidimos a quedar unidos por siempre jamás a un inmueble y una hipoteca con un vínculo mucho más férreo que el del matrimonio. Los inquilinos, que nos prometimos no caer en ello, nos vemos arrastrados por el cauce del río de la compra y... Se van ahogando poco a poco. Llamamos y llamamos y los pisos que se publicaron ayer ya están reservados. ¿Cómo tomar una decisión en un tiempo récord para asegurarse de que no te quiten esa vivienda que pinta bien con la presión de saber que es probablemente una de las más determinantes de tu vida con la certidumbre total de que estás ante tu casa? Ataques de pánico, ansiedad, taquicardias, llanto. Y orfidales debajo de la lengua.
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