Opinión | Tribuna abierta
Fantástica fiesta
En la antigua Grecia -ese espejo con tintes mágico en el que nos gusta mirarnos porque, como ocurre con los mejores filtros de Instagram, nos devuelve una imagen más luminosa y amable que la que realmente tenemos, sobre todo en estos días en los que el cielo anuncia tiempo inestable- se aludía al amor de diversas maneras, si bien las más conocidas eran dos: Eros, que tiene que ver con lo carnal, lo apasionado y lo sensual, y de donde deriva nuestra palabra erótico; y Agápē, que alude a un amor compasivo, altruista, desinteresado, centrado en el bienestar de los demás y que, por eso mismo, queda representado como la mirada común que se da cuando se comparte mesa en una comida. Una fiesta.
En su conocido y mítico libro de memorias París era una fiesta, Hemingway aborda sus años de juventud en la capital francesa y aprovecha, entre otras tantas cuentas pendientes de saldar, para reflexionar acerca de la llamada «generación perdida», que hubo de convivir con la desesperanza, las ausencias, las penurias, las sinrazones o las incertidumbres que, en cualquier caso, no impidieron al célebre escritor de Illinois afirmar que la idea de que los días debían ser festivos le pareció un descubrimiento maravilloso.
La conocida, entre los últimos años del siglo XIX y los albores del siglo XX, como «la mujer más peligrosa de América», la pensadora feminista y activista anarquista de origen lituano Emma Goldman -«Emma la Roja»- escribió en su autobiografía, titulada con evidente intención de declaración de principios Viviendo mi vida, que en los bailes era una de las más incansables y alegres, defendiéndose cuando la reconvenían por la aparente frivolidad que suponía que toda una agitadora gustara de la danza -lo que podría «dañar la Causa»- con un inapelable argumento: que no consideraba que «una Causa que luchara por un hermoso ideal, el anarquismo, y por la libertad y por liberarnos de las convenciones y los prejuicios, requiriese renunciar a la vida y la alegría». De ahí surge la famosa frase que siempre se le ha atribuido y que, tal vez, nunca dijo: «Si no puedo bailar, no es mi revolución».
Brian May, astrofísico de formación, guitarrista y compositor del grupo Queen, escribió la canción The show must go on -el espectáculo debe continuar- para su compañero Freddie Mercury, quien apuraba ya, muy débil, sus últimos meses de vida. La hermosa letra sugiere que, incluso en los peores momentos, cuando parece que todo termina -que lo sólido se desvanece en el aire-, la fiesta debe continuar.
Son sólo algunos ejemplos, unas mínimas y apenas insinuadas razones, de por qué carecería de sentido abrazarse a quien amenaza, sin mayor explicación o propuesta, con apagar la música, con pinchar la pelota, con desdeñar la alegría, con envenenar el diálogo, con idolatrar a la mentira, con arrojar por la borda las conquistas que han significado los derechos humanos, con mirar con odio a quien le parece diferente, con abrir cárceles en lugar de escuelas, con insultar y despreciar al más débil, con sumar y seguir sumando aunque sólo para sí y los suyos, con firmar el acta de defunción de los valores democráticos.
Una cosa es, como escribiera Muñoz Molina, ejercer críticamente como aguafiestas y, siguiendo con la metáfora, sugerir otras canciones, invitar a más vecinos para que ninguno quede atrás, repartir las tareas de limpieza, o proponer más y nuevos bailes; y otra, bien distinta, amagar con un ultimátum, el del fin de la celebración que es vivir: vivir con los y las demás.
Lo cantaba la gran Raffaella Carrà: en realidad, sin los demás, estamos perdidos, y no sabemos qué hacer si no estás tú en esta fiesta -esta fantástica, fantástica fiesta- que no es otra cosa que ser capaces de compartir memoria y deseos con quienes nos rodean.
*Abogado y filósofo
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