Opinión | Cielo abierto
Feliz caída del muro
La curva que separa Año Nuevo de Reyes nos puede conducir a la melancolía. Por mucho que protejas tu entusiasmo, por más que lo cultives con esmero, algo tiene siempre la cada vez más larga Navidad de exilio permanente de ti mismo, de salida a la calle para dejar atrás tus interioridades. Hay que recuperarlas, hay que coger de nuevo el pulso de la vida y sus asuntos para ir asimilando esta acumulación detenida de horas. Cada brindis es tiempo demorado, mientras afuera sigue la tormenta del muro interminable, que nunca se termina de erigir para enfrentarnos con nosotros mismos. Ahora hasta la forma de dar las campanadas nos divide a los españoles en dos. Estamos en eso, pero no hay que caer en eso. Porque es lo que se busca, una provocación permanente y en marcha que llene las noticias y también la imagen que cultivamos de nosotros mismos, ahora descompuesta en el espejo. Cada uno maneja como puede su propio autorretrato, que a veces puede ser la estampa de una vaca para hacer una broma, buscando la reacción que finalmente ocurre. Sin embargo, lo que se ha roto ya definitivamente es la correlación entre la vida auténtica de cada uno y la algarada pública, el enfrentamiento hasta dando las uvas, el muro que en realidad sólo se levanta si nos lo creemos, si permitimos que se interponga entre nosotros.
Si estás ocupado en sacar adelante tu vida y conoces, más o menos, lo que hemos sido hasta el último siglo, ningún trilero puede venderte el crecepelo de las dos Españas. Más allá de verdades evidentes, con todos sus matices, como la dictadura franquista, la represión de la posguerra o el terror en la retaguardia republicana, la historia se construye en claroscuros al final de la noche, cuando todas las almas buscan su acomodo con un mínimo amparo. Al cerrar los ojos, sabes que estamos hechos de mezquindad y nobleza. Si has leído de verdad nuestra historia reciente -no en plan sectario, sino querido saber-, has aprendido que el relato real edificado entre todos -no el oficial, sino el verdadero, con Dostoievski y el mal sin razón, su crimen sin castigo en todas las trincheras- no puede separarse por un muro. Resucitar esa temperatura del rencor y actualizarla es una necedad que sólo simplifica infantilmente toda narración. Pero hay quien se alimenta de ese odio.
La curva decisiva que separa Año Nuevo de Reyes nos puede descubrir con la frente despierta hacia una realidad que construimos nosotros. Hace falta infinitamente más talento para encontrar puntos de encuentro y convivir, con nuestras diferencias, que para amurallarnos. Y la literatura no levanta muros, sino que los derriba suavemente, con el querido hermano que nos habla justo al otro lado de nosotros.
*Escritor
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