Opinión | La vida por escrito
El cuento de Navidad
Estamos en ese tiempo del año en el que, como por arte de magia, el mundo decide que debemos ser felices. No importa si tu vida es un campo de ruinas o si tu cuenta bancaria grita auxilio, la Navidad impone una sonrisa y una copa de Montilla. Es el momento de estar «con los tuyos», y de compartir momentos mágicos que, dicen, son la esencia misma de la vida.
El aire se llena de villancicos, esas melodías machaconas que llevas escuchando desde que tienes memoria y que este año, por alguna razón, suenan todavía más agudas y persistentes, como si compitieran con el tráfico navideño. Las calles, por supuesto, se iluminan con un derroche de electricidad digno de un festival de egos municipales, donde cada ciudad parece luchar por el título de «más kitsch por metro cuadrado». Los supermercados explotan con un popurrí de turrones, pavos y ese champán barato que siempre promete calidad «excepcional». Como si el fin del mundo estuviera programado para el 26 de diciembre y todos estuviéramos abasteciéndonos para la última cena.
La felicidad, nos insisten con fervor religioso, está en los detalles. En la risa cristalina de un niño al abrir un regalo que no recordará en dos semanas. En una conversación nostálgica junto a la chimenea. En los viejos aromas de la infancia, como el olor a natillas caseras. Pero no solo eso. Nos prometen que esos pequeños detalles son mágicos. Como si el ruido de los villancicos, el resplandor de las luces, y el consumo masivo de dulces fueran capaces de tapar, al menos por unas semanas, los agujeros de la vida diaria. La fórmula parece sencilla: decora tu casa, regala algo caro pero que parezca pensado, sonríe, aunque no tengas ganas, y voilà, la Navidad te transformará en una mejor versión de ti mismo.
¿Y si no lo sientes? Ah, bueno, entonces eres el Grinch. Porque en esta época la felicidad no es solo un deseo: es una obligación. Y si no estás alegre, eres el aguafiestas que estropea la ilusión colectiva. Pero no te preocupes, siempre puedes fingir que te conmueven esos detalles, mientras cuentas los días para que esta fiesta interminable llegue a su fin y puedas volver a tu melancolía habitual, que al menos no viene con banda sonora de fondo.
Pero qué curioso que esa felicidad sea tan poco espontánea. Más que una emoción, parece una coreografía. Todos bailamos el mismo vals: decorar, comprar, regalar. Incluso los que detestan la Navidad se ven arrastrados a participar, con un cinismo tan arraigado que casi parece tradición. «¡Qué bonita la Navidad!» -dices, mientras esquivas como puedes la llamada de ese familiar que insiste en preguntarte cuándo vas a casarte.
Luego está la otra cara de la moneda: los comerciales de televisión nos recuerdan que no todos son afortunados en estas fechas. Pobres almas, sin familia ni hogar, para quienes la Navidad es una época de soledad y carencia. Es un mensaje conmovedor, claro, pero qué conveniente que te lo vendan justo después de anunciarte el descuento en esa aspiradora inteligente que «hará feliz a mamá». Porque si algo sabe esta temporada es que no basta con ser feliz: tienes que demostrarlo comprando cosas.
Y así seguimos, apretujados en cenas familiares donde la mitad del tiempo hablamos de todo menos de lo que importa, pero que luego recordaremos como «momentos especiales». Porque, si algo nos gusta más que ser felices, es convencernos de que lo fuimos.
La Navidad, dicen, es el tiempo de los milagros. Y tal vez tengan razón. Después de todo, ¿qué otra época del año logra que tanta gente, tan distinta y tan llena de problemas, se ponga de acuerdo en pretender, por un par de semanas, que la felicidad es un deber? En fin, habrá que ser feliz por no llevar la contraria: un poco de serotonina tampoco me hará daño.
*Profesor de la UCO
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