Opinión | ‘Los años nuevos’
En 2025 lo haremos mejor
Unos días atrás, charlando en la radio con la periodista Laura Barrachina sobre los libros que más me han gustado este año, «los mejores», dijo ella, yo me resistí a emplear ese adjetivo, mejor, para referirme a ellos. Le dije que en su lugar prefería usar el verbo acompañar, sobre todo en su primera acepción («Estar o ir en compañía de otra u otras personas») y también en la segunda («Dicho de una cosa: Existir junto a otra o simultáneamente con ella»), hablar de los libros, las novelas, los ensayos o los poemarios que me han acompañado a lo largo de los últimos doce meses. Esa misma semana vimos en casa, cada día, un capítulo de la segunda parte de ‘Los años nuevos’, la serie de Rodrigo Sorogoyen que acompaña a una pareja (no siempre, necesariamente, en la concepción sentimental o romántica de ese término, a veces son solo dos personas, los protagonistas) durante diez años. Una década de vida, con sus cambios y permanencias, sus idas y venidas, sus pérdidas («No es difícil dominar el arte de perder: / tantas cosas parecen llenas del propósito de ser perdidas, / que su pérdida no es ningún desastre», escribe Elizabeth Bishop en su poema ‘El arte de perder’) y hallazgos, sus ausencias y sus encuentros, en compañía de la familia, la biológica y la otra. Es acompañarnos lo que hacemos, siempre que queremos («Amar, tener cariño, voluntad o inclinación a alguien o algo»). Lo pensaba mientras contemplaba el vaivén de la historia de Ana y Óscar, nombres propios de unos personajes que los actores Iria del Río y Francesco Carril interpretan como si Sorogoyen los hubiera escrito para ellos, como si no fingieran, como si fueran ellos, y no sus exégesis, lo que viéramos en la pantalla.
La noche en la que acabamos la serie, después de leer durante un largo rato a Leslie Jamison, el último ensayo de su libro ‘Gritar, arder, sofocar las llamas’, en el que escribe sobre el trastorno de la conducta alimentaria que padeció y lo contrapone con su maternidad, me acordé de algo que L. me dijo hace unas semanas, ya casi un mes: «Cada vez que a ti te sucede algo bueno, a mí me pasa algo malo». Una frase que no puede dejar indiferente, ni a quien la pronuncia ni a quien la escucha, aquel (aquella, en mi caso) al que va dirigida. Después de decirla, la puso en contexto, recordando cómo cuando yo gané el Premio Nadal su padre estaba ingresado en el hospital, agonizando. Ella decidió acompañarme a Barcelona, quiso hacerlo, venir conmigo, compartir ese momento de dicha, vivirlo junto a mí, no hurtárnoslo a ninguna, incorporarlo a nuestra historia común, la que años después, hoy mismo, recordaríamos. Su alegría aquella noche, la del 6 de enero de 2022, no fue plena, pero la vi sonreír, por momentos, y yo lo hice, reí con ella y la sostuve, nos sujetamos, intentando disfrutar de unos instantes que nunca, lo sabíamos, volverían a repetirse. En las fotos que conservamos del acto de entrega y de la celebración posterior, su rostro refleja una tristeza contenida, en pugna con la felicidad que quería sentir, lo necesitaba. Eros y Tánatos. La vida, no es otra cosa. El padre de L. murió tres días después de que yo recibiera el galardón. La acompañé al tanatorio, estuve con ella, la abracé sin que se dejara, no sabe hacerlo, y sequé sus lágrimas, las que fue capaz de derramar, siempre tan temerosa de mostrarse débil, vulnerable, sin darse cuenta de la belleza que desprende su fragilidad. Un año y medio después, L. hizo lo mismo conmigo, me acompañó cuando mi padre falleció, en todo el doloroso proceso que precedió a su muerte y también después, hasta ahora. Seguimos acompañándonos, las dos. En 2025 lo haremos mejor.
*Periodista y escritora
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