Opinión | Cielo abierto
Rafael del Campo y el final de los tiempos
Un momento de máxima emoción en la novela de Rafael del Campo es cuando el adolescente que nos narra la historia se encuentra con su padre, que acaba de morir. Es el atardecer, cuando los niños van hacia la huerta, junto al río, a coger tomates y pimientos para que los mayores hagan el picadillo de la cena. Tanto la primera brisa de la noche, como la presencia simbólica del río y la familia que espera entre los muros de la casa, Villa Enriqueta, son también personajes de la obra. Pero la muerte reciente de su padre anticipa, en ‘Los pulsos que nos doblegan’ (Ánfora Nova), que se presentó el jueves en Córdoba, la devastación al acecho de la Guerra Civil. El personaje central es un adolescente que ha sufrido la primera pérdida: su padre. Después le espera el otro desgarro de la Guerra Civil, pero aún no lo sabe. Es en ese momento, justo al final de un día en el verano, cuando vuelve a encontrarse con su padre fallecido, en el mismo escenario de hace pocos días: el bosquecillo junto a la ribera, los árboles frutales, la huerta, el rumor del arroyo. No hay demasiada sorpresa: ni en la narración, ni en la lectura. Está sentado al lado del mismo tronco junto al que han estado tantas veces, como si lo más natural fuera estar allí, quizá con una rama entre los dedos, y comienza a hablarle a su hijo como si no hubiera muerto.
Lo que le dice forma parte de la propia trama de la novela: la Guerra Civil está empezando en los pueblos cercanos y hay un hombre escondido en una covacha, junto al río, que ha escapado milagrosamente de un fusilamiento, porque lo han dado por muerto. Pero más allá de la trama en sí, en el horror de la guerra de hermanos contra hermanos, el momento de máxima emoción en la novela de Rafael del Campo es cuando ese padre le dice a su hijo: «Hijo mío, no olvides que yo estaré contigo hasta el final de los tiempos».
La novela tiene mucho más: una galería de personajes que son personas vivas, con hombres y mujeres en sus claroscuros, no con esas versiones habitualmente maniqueas de la Guerra Civil; pulso narrativo muy fluido, pasajes sensoriales que recuerdan a las descripciones hortelanas de Juan Valera en ‘Pepita Jiménez’, con la finura psíquica en todos sus retratos, y también el temblor existencial de Miguel de Unamuno. La violencia se eleva y sacude el paisaje con su horror, aunque también asistimos a la revelación del poder sanador del perdón. Pero cerca del río que aún esconde todos los secretos, con el mismo viento del atardecer, en esta novela tan humana de Rafael del Campo, la presencia de un padre que ya ha muerto le susurra a su hijo lo que cada padre deseamos decir a nuestros hijos: Que yo estaré contigo, hasta el final de los tiempos.
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