Opinión | Tormenta de verano

Zambomba flamenca

Volví a Jerez años después, a revivir aquella primera zambomba flamenca que me impresionó hace mucho tiempo con su ambiente popular y el soniquete de sus canciones: «calle de san Francisco que es larga y serena...». Encontré de nuevo lo que con tanto cariño recordaba entre los barrios de Santiago y san Miguel: grupos de vecinos, asociaciones de todo tipo, pandillas de amigos, hermandades, familias payas y calés muy numerosas que integraban varias generaciones, que en plazas y rincones en torno al calor de una candela normalmente alimentada en un bidón formidable, sacaban sus sillas y se agolpaban para cantar villancicos aflamencados y otras canciones populares al compás de guitarras, panderetas y zambombas enormes. Todo aderezado con algún vino fino, oloroso o canasta de la tierra, y acompañado de una alegría sana y contagiosa, en una fiesta abierta donde todos tienen cabida y participan como protagonistas con sus bailes y cantes.

Les confieso que me sirvió de terapia comprobar que los buenos sentimientos se anteponen a las disputas tan aireadas en tantos juzgados y medios de comunicación. Que la alegría de vivir se abre paso ante tantas sombras e incertidumbres. Que creencias y tradiciones siguen siendo referentes en un mundo confuso. Algunos extranjeros compartían maravillados esta expresión espontánea de arte y música, de festín callejero y convivencia, sin estridencias ni provocaciones, que naciera en las reuniones de las casas de vecinos y que no tiene parangón en ninguna otra latitud. No eran fiestas privadas, ni escenarios con artistas de pasar por caja, sino el triunfo de lo genuino y lo popular celebrado en lo ancho de la calle.

Quizás por ello, estos últimos años se están extendiendo por muchos rincones de nuestra geografía las zambombas flamencas, aunque cada zona le imprime su propia idiosincrasia. El éxito puede estar, y llama la atención, en que jóvenes y mayores de forma masiva comparten esta expresión retomando una antorcha que asegura su continuidad. O bien en el poder de la música y el flamenco como aglutinador de sentimientos. O en la fuerza de las tradiciones como parte de una cultura que nos define. O bien en la necesidad que todos tenemos de refugiarnos en la alegría sana, en la ternura que huye de la impostura. O en los recuerdos de una infancia que está más cerca y dentro de nosotros de lo que creemos llevados por la dictadura de los aconteceres diarios. Frente a esas navidades de luces y consumo, me quedo con estas en las que la esperanza retoma el protagonismo, y la convivencia y la alegría son el denominador común compartido.

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