Opinión | Al contraataque
El tercer grado
Hasta la entrada en vigor del registro de viajeros, los interrogatorios en nuestro país se practicaban en las comisarías de Policía o en los estrados de los tribunales. Sin embargo, por causa de tan inquietante obligación, hoy las cuestiones más delicadas deben responderse en la recepción de un hotel. Hospedarse en España requiere contestar previamente a más de cuarenta preguntas, de ahí que, antes que una habitación con vistas al mar, convenga pedirle al recepcionista la presencia de un abogado.
Resulta sorprendente la asombrosa docilidad con la que hemos normalizado la pérdida de nuestra intimidad, algo reservado antes al famoseo previo pago de sustanciosas exclusivas. Cuando el interés desmedido por la vida del otro lo protagoniza un particular, hablamos de chismorreo; si quien se dedica a cotilleares el Gobierno debemos comenzar a tentarnos la ropa, y es que la curiosidad -cuando la practica el Estado- puede matar no sólo al gato. De tanto fisgonear, la sede del Ministerio del Interior parece el decorado de «La ventana indiscreta» desde donde Grande-Marlasca ejerce de voyeur. Excepto el grupo sanguíneo (por ahora), quieren saberlo todo de nosotros, y hasta para alquilar un coche debemos facilitarles más información que si fuéramos a comprarlo a plazos. Ahora que tanto hablan de Franco, vamos camino de volver a exigir el Libro de Familia para poder pernoctar acompañados fuera de casa. Dice el ministro que es por nuestra seguridad y para prevenir atentados; quizá se piense que Aitor, «el Terrorista», y Nekane, «la Molotov», firman con su apodo a la entrega de las llaves de la habitación. La inquisitorial e impúdica petición de información no invita a la tranquilidad, y me temo que el único lugar del hotel a salvo de miradas indiscretas sea sentado en la taza del váter, aunque no podría asegurarlo.
Además de un ejercicio de paciencia, registrarse en cualquier establecimiento hotelero exige una capacidad memorística exclusivamente al alcance de un opositor a notarías, y es que uno corre el riesgo de dormir en la calle si olvida la fecha de caducidad del DNI, el código IBAN de la cuenta bancaria, la matrícula del coche, el número de teléfono, el correo electrónico, el código postal de residencia o los dieciséis dígitos de la tarjeta de crédito. No es de extrañar que, ante tanta presión, muchos se queden en blanco al llegar a recepción, por lo que en algunos hostales han comenzado a sustituir los caramelos de cortesía por rabillos de pasa.
Se avecinan tiempos difíciles para los hosteleros. Sin ir más lejos, en la mañana del sábado fui testigo del siguiente episodio en el Parador de Carmona. «Buenos días. Bienvenido, bienvenida, bienvenide. ¿Su nombre y primer apellido, por favor?» preguntó una solícita recepcionista al caballero que me precedía en una interminable fila de huéspedes. «Lorenzo Rebolledo» respondió con timidez. «¿Edad? Cincuenta y nueve»; «¿profesión? Novillero»; «¿sexo? Menos del que quisiera, señorita»; «¿motivo de su viaje? Ponerle solución a lo anterior»; «¿viaja solo? Espero a alguien»; «¿qué relación mantiene con esa persona? Aspiro a que sea carnal»; «¿el nombre de su acompañante? Chelito, «la Tacones»»; «¿medio de pago? El hotel con tarjeta; a ella en metálico». Muchas horas después, cuando caía la tarde sobre la vega sevillana, el bueno de Rebolledo pudo superar la última pregunta y hacerse, por fin, con las llaves de la suite imperial. Hasta entonces, la hilera de huéspedes se había ido deshaciendo poco a poco, y todos desistimos de registrarnos en el hotel. La mayoría teníamos que trabajar el lunes.
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