Opinión | Entre visillos

El arquitecto que huía del estrellato

Dos exposiciones reavivan el recuerdo de Rafael de la Hoz Arderius en el centenario de su nacimiento

Este 2024 se despide en Córdoba a lo grande -que es como se ha desarrollado en cuanto a celebraciones- con la conmemoración del centenario de Rafael de la Hoz Arderius. Dos exposiciones reavivan el recuerdo del arquitecto que ayudó a edificar una ciudad moderna, en la línea de las vanguardias europeas del momento. Nacido el 9 de octubre de 1924 en Madrid -donde fijó su estudio a mediados de los setenta y falleció a los 75 años- Rafael de la Hoz, hijo y padre de arquitectos, pasó su infancia en Córdoba, y en esta ciudad desarrolló su primera etapa profesional. Lo hizo con un sello inconfundible de trazo limpio, austero y a la vez arriesgado que habría de caracterizar toda su producción, reconocida con multitud de premios nacionales e internacionales. Una «marca de la casa» con influencia en otros colegas, entre ellos su propio hijo, Rafael de la Hoz Castanys, que unía técnica y sensibilidad social. La acompañaba, en una mezcla sabia de ladrillo y creatividad, la sintonía entre matemáticas y cultura -aquí dio trabajo a artistas plásticos como Tomás Egea o los miembros de Equipo 57- que hoy se estudia como «proporción cordobesa». De todo ello dan buena cuenta las exposiciones simultáneas que se pueden visitar en la Diputación y la sala Vimcorsa hasta el 27 de febrero, a las que se sumará ese mes otra en la Fundación Botí.

Bajo el título común de ‘Del detalle a la ciudad’, cuentan con el apoyo de la Fundación Rafael de la Hoz, creada por la familia al calor del centenario para mantener vivo y difundir el legado del arquitecto que quiso imprimir al urbanismo cordobés aires contemporáneos, según afirma Francisco Daroca, su biógrafo y comisario de ambas muestras. Concebidas como complementarias, una se centra en la gran obra pública y otra en la privada. De modo que en la del Palacio de la Merced -institución para la que De la Hoz dio lo mejor de sí mismo con el entusiasmo de sus años jóvenes- se exhiben maquetas como la del Hospital General, el Psiquiátrico de Alcolea o los colegios provinciales, además de una jugosa documentación sobre otros proyectos. En la sala Vimcorsa, en cambio, pueden contemplarse diseños, dibujos a mano alzada y mobiliario ideados por este hombre al que, como a los clásicos, nada de lo humano le era ajeno. Fue capaz de planear con el mismo rigor científico e inclinación por las nuevas tecnologías constructivas -consecuencia de sus estudios avanzados en Massachusets- edificios como el de la Cámara de Comercio, tan audaz, diseñado en los cincuenta junto a García de Paredes; la sede de este periódico en La Torrecilla, firmada con sus entonces socios Olivares y Chastang, y encargos de particulares como chalets del Brillante. Además de tiendas y cafeterías que dieron un toque de distinción al centro comercial en pleno auge del desarrollismo, hoy sustituidas por otra modernidad más nueva e impersonal.

Tuve la suerte de entrevistarlo, allá por los noventa, en su estudio de dos plantas del madrileño Paseo de la Castellana, el mismo donde más de una década después conversé también largamente con su hijo. Le dejó en herencia no sólo el oficio y el lugar (magnífico) donde ejercerlo, sino buenos consejos que éste hizo suyos, envueltos en un sentido del humor inteligente y zumbón que, en el caso del padre -De la Hoz III me pareció más frío y expeditivo- conjugaba con una gentileza arrebatadora. Le recomendó, por ejemplo, no olvidar nunca que la misión del arquitecto es facilitar la vida de los demás. Y otra cosa: que hay que huir del estrellato y buscar que la obra sobreviva cuando el nombre del autor haya sido devorado por el tiempo. Por suerte, a Rafael de la Hoz Arderius aún no le ha llegado esa hora.

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