Opinión | Paso a paso
Feria profanada
Desde antiguo, la plaza, esa ágora vibrante que en tiempos pretéritos albergaba la palabra libre y el trueque honesto, ha sido símbolo de la comunión ciudadana. Pero hoy, en el ocaso de nuestro tiempo, asistimos a su declive bajo el yugo de los mercaderes modernos. En Córdoba, ciudad de luces pretéritas y sombras presentes, se trama un despojo que bien podría haber rubricado algún taimado senescal en las intrigas cortesanas del Siglo de Oro: la conversión del espacio público en coto cerrado de intereses privados. El Arenal, antaño lugar de ferias, sudores y promesas danzantes, se presta ahora como escenario de un festival que destila, más que música, el hedor inconfundible de la privatización.
El concierto estival que promete transformar El Arenal durante un mes no es sino una metáfora grotesca de nuestra era: ruidos ensordecedores que emulan vitalidad mientras sepultan la voz de quienes, habitantes del distrito sur, reclaman apenas un soplo de descanso. Aquí, como en las tragedias griegas, se esconde la ironía amarga de quienes claman por el esplendor de la cultura y reciben a cambio el estrépito de la vulgaridad. El Festival de la Guitarra, joya cultural de Córdoba, languidece en las mismas fechas, como si el choque de acordes y decibelios no fuera sino una representación de la discordia que amenaza con arrasar todo vestigio de nobleza artística.
El Movimiento Ciudadano ha denunciado la medida como un ejercicio de «política de hechos consumados». Y, en efecto, parece que asistimos a un rito de desposesión donde la consulta ciudadana, ese frágil relicario democrático, se ve suplantada por decisiones unilaterales que desprecian los ideales de participación colectiva. Es como si, en un eco de Rebelión en la Granja, se hubiese cambiado la consigna del ágora: de «todo para el pueblo» a «todo para el mercado».
El Arenal, que según los planes debía erigirse como recinto ferial permanente, se convierte ahora en un limbo entre promesa incumplida y presente degradado. La privatización de su suelo no es solo un agravio económico o logístico, sino una traición espiritual: la renuncia a imaginar espacios donde la ciudadanía se reconozca y reencuentre. Aquí, como en la poética de Hölderlin, «donde hay peligro, crece también lo que salva»; pero en nuestra desidia colectiva, solo parece prosperar el peligro.
Quienes aplauden este festival, con sus luces cegadoras y fanfarrias, deberían recordar que detrás del oropel se esconde un deterioro de la vida vecinal, un ataque al descanso que es, en última instancia, un atentado contra la dignidad humana. En la historia, las civilizaciones que sacrificaron lo común en aras del lucro privado siempre terminaron por erosionarse desde dentro, como las columnas del Partenón corroídas por los siglos y la barbarie. Córdoba, ciudad de poetas y filósofos, merece algo más que esta feria profanada, este simulacro de esplendor que no alimenta el espíritu, sino que lo somete al estruendo de la decadencia.
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