Opinión | Cosas

Nuestra Señora

Ya es oficial. Casi cincuenta años después habrá nuevo Mundial en España, y podrán depositarse flores sobre la cítrica tumba de Naranjito. Aquel campeonato de fútbol fue un aperitivo chusco de los fastos del noventa y dos, una década anterior en que este país aún olía a la naftalina del tejerazo y Mayra Gómez Kemp lanzaba al público los tarjetones de la subasta.

Se relamerán los italianos con la juvenal euforia de Sandro Pertini, pero no las tenemos todas consigo para que el Bernabeu acoja la final. La diplomacia tiene memoria de elefante y es posible que Francia le eche un empujoncito a la candidatura de Casablanca, visto el desaire protocolario en la reinauguración de Notre Dame. No fue la española la única de las notables ausencias. En el país vecino ha escocido que el Papa Francisco visite Córcega -el primer Pontífice que recala en la isla- y declinase la invitación en la celebrada reconstrucción de Nuestra Señora de París; quizá con la endiablada excusa de que ya fue bastante que Pío VII asistiese a la coronación de Napoleón en este templo, aunque precisamente haya querido visitar la cuna del más famoso de los corsos.

Sin embargo, los reproches mayoritarios enfocan a España, cuando a ese boato de raigambre occidental se ha sumado hasta Trump. Las vidrieras y las gárgolas de Notre Dame han sido la base de este misticismo gótico que contribuyó a forjar Europa; el arquetipo de los ideales de Schuman y Adenauer, pero también de ese cristianismo pret a porter que Ken Follet vendió como rosquillas, porque las catedrales tienen en el Nuevo Mundo ese atractivo del pasado, igual que los replicantes de Blade Runner compran recuerdos para autoafirmarse.

Zarzuela ha entonado el mea culpa por esta ausencia. Felipe VI la justifica por centrarse en la preparación del discurso que pronunció ante las cámaras italianas -un discurso histórico, en el que advirtió sobre los riesgos de emular las caricaturas del pasado-. Ya se saben los apegos hispanos hacia Italia, frente a los recelos crónicos hacia los galos. Nápoles como final de la visita para testimoniar el acervo común con Carlos III, con la iconografía de los belenes y la extroversión como una manera de entender la vida. Pero también unas mal disimuladas turbulencias por la soledad de la monarquía frente a un Gobierno empeñado en ponerle zancadillas al protocolo institucional. El Rey se ha encontrado en más de una ocasión sin el adecuado arrope de ministros, sumada a la esquizofrenia y las tensiones internas, con un ministro de Cultura obtusamente empeñado en cebar la leyenda negra; un ministro que también recibió la invitación pero que públicamente confirmó que previamente tenía una cita con el circo. Aunque seas un iconoclasta de postín, París bien vale una misa.

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