Opinión | La vida por escrito

Tiempo y vida

Un estudio de la Cínica Mayo revela que, aunque la esperanza de vida ha aumentado a nivel mundial, esos años adicionales no siempre son saludables. Envejecer significa muy a menudo solo más años de vida cargados de problemas, enfermedades y una lenta pero progresiva degeneración. ¿Para qué quiero más tiempo si no tengo calidad de vida? ¿Para qué quiero más tiempo si ya no soy yo?

Porque llegará un día en que las llaves dejarán de estar donde siempre las puse, y la palabra justa se negará a salir por mucho que la convoque. Mi memoria, ese territorio antes conocido y controlado, se irá disolviendo como un acantilado cede ante el embate de un mar inapelable. Olvidaré el nombre de un conocido. Y me perderé en una calle que he pateado toda la vida. De pronto no sabré si es mañana o tarde, si es martes o sábado. Mis recuerdos, que solían ser mi refugio, se convertirán en un impenetrable campo de niebla. Más que perder mi memoria, me perderé a mí mismo.

Y lo que estará sucediendo aquí dentro en mi cerebro será devastador. La corteza cerebral comenzará a encogerse; las neuronas, esas células que me permiten pensar, recordar y ser yo, empezarán a morir de forma silenciosa. Las placas betaamiloides se acumularán como escombros en una ciudad en ruinas. Filamentos retorcidos de proteína tau estrangularán las células desde dentro.

Al principio, lucharé por resistir. El instinto de preservar la identidad se activa cuando te dicen que la vas a perder. Igual que te pones a defender a tu patria amenazada, esa misma patria que ya casi habías olvidado. Intentaré aprender a reforzar mi memoria, tomaré suplementos, llenaré cuadernos de notas con cosas importantes. Pero la enfermedad no se detiene porque uno decida ser fuerte. La voluntad no reparará las conexiones sinápticas. No seré más fuerte que la muerte neuronal.

Con el tiempo, lo que más me atormentará no será el olvido de hechos o nombres, sino la pérdida de la sensación de ser yo. Será como si una parte de mí estuviera viéndome desde afuera. La despersonalización se convertirá en mi compañera inesperada. A veces me miraré al espejo y reconoceré la cara, pero la conexión emocional con esa cara se habrá roto. No se tratará solo de no recordar cómo se llama alguien o qué hice ayer; será no saber qué soy yo en ese momento.

En los días malos, mi yo se diluirá por completo. Habrá instantes de lucidez en los que seré consciente de lo que suceda, y esos momentos serán los más crueles. Podré recordar que olvido, recordar que estaré desapareciendo. Al final puede que pierda la capacidad de hablar, de reconocer incluso a los seres queridos. Me preguntaré si, en ese punto, todavía habrá algo de mí aquí dentro. ¿El yo persiste cuando ya no se reconoce? ¿Cuál es el umbral que separará al yo del no-yo?

La disolución del yo no será poética ni filosófica. Me llegará como un golpe brutal. Cada noche me acostaré preguntándome qué versión de mí mismo se despertará al día siguiente. A veces me sentiré una habitación llena de ecos: el eco de la infancia, el eco de las personas que amé, el eco de mis propias palabras que ya no recordaré haber dicho.

No habrá consuelo. Quisiera decir que lo habrá, pero no. La gente hablará de vivir el presente, pero vivir el presente no será lo mismo cuando el presente se escape como agua entre los dedos. Cada ahora será un instante que se disolverá, y en ese flujo se irá también la identidad. Mis amigos médicos me dirán que me enfoque en lo que me haga feliz ahora: una canción, un aroma, la textura de una manta suave. Pero esas cosas no serán yo. Yo fui el que recordó esas canciones, el que supo por qué ese aroma evocó la casa de mi abuela. Yo soy el que imagino esto ahora. Quien viva ese terrible tiempo que acecha ya no seré yo.

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