Opinión | No ni ná
La falda de la raja
A Rosa Aguilar, lo juro, la consideraron demasiado provocativa. Fue en Damasco, Siria, hará veintitantos años, donde tuvo lugar un encuentro en la cumbre con el ahora depuesto Bashar Al-Asad, devolviéndole la visita por la exposición omeya de Medina Azahara. Llevaba Rosa una falda negra con un corte lateral en el que enseñaba al sentarse la cacha, el muslo, o sea. Y el censor de la prensa oficial no tuvo otra que pintarle tela, con un rotulador, para prohibir la pierna municipal. Por inmoral, suponemos.
El Gobierno de Aznar nos metió en un embolado gordo para darle visibilidad a aquel oftalmólogo, hijo del mefistofélico Hafez Al Asad, al que se consideraba un democratizador de la región: un ole a los analistas del Departamento de Estado. Y allí acabamos de visita, mientras el ministro Piqué negociaba vaya usted a saber qué cosas en un mundo que estaba limpiando los escombros de las Torres Gemelas y mientras buscaban a Osama bin Laden en el desierto sirio.
Aquello estaba metido con calzador, la verdad. Al Asad junior no había empezado aún con los ataques químicos contra la población civil, es verdad, y se veían ciertas medidas de tolerancia a las religiones minoritarias en una región donde se desarrolló el primero de los cristianismos organizados. Aún así, era posible ver en la tele estatal anuncios detallados animando a las criaturas de tierna edad a convertirse en mártires de la causa palestina haciéndose estallar con un cinto de explosivos. Huelga decir que el partido oficial, Baaz, ganaba siempre por amplio margen.
La Damasco de los libros de cuentos era entonces una ciudad fea y sucia pero hospitalaria, con el evidente influjo moscovita guion soviético. Con la hermana mayor de la Mezquita de Córdoba, la de los Omeyas pata negra, y las huellas de la cultura clásica, grecorromana, mediterránea. Alepo era orgullosamente industrial antes de convertirse en una tumba a cielo abierto. Y había castillos templarios, iglesias, zocos y gentes amables que invitaban a café con cardamomo. Incluso había sospechosos conductores que fingían no enterarse de nada pero que hablaban español en la intimidad de su condición de colaboradores de la policía secreta. Al espía sirio que nos colocaron para vigilarnos de cerca le pusimos hasta mote: el capitán Pescanova. Tenía su tapadera española en una empresa gallega de importaciones.
En Damasco, aprendimos que la única manera de tomarse un whisky libanés horrendo era en divertidos puticlubs, donde amables señoritas rusas bailaban contoneándose canciones de Julio Iglesias, hey. Y en la ciudad mártir de Quneitra, ahora tomada otra vez por Israel en los bajos del Golán, nos comimos un cordero viejo cortesía del Ejército. Rosa, la de la falda, era la visitante distinguida y a ella le reservaron la parte más querida del animal: el ojo.
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