Opinión | Paso a paso
Navidad vacua
Al caer las primeras luces del adviento, nos vemos rodeados por un desfile de artificios que, bajo el pretexto de celebrar lo sacro, se aprestan a entronizar lo vano. Como un eco desvaído de aquel espíritu que antaño elevaba los corazones hacia un horizonte trascendente, la Navidad se ha transfigurado en un escaparate donde el oropel y la histeria consumista reemplazan la humilde espera del Redentor. Somos los nuevos faunos de una Saturnalia de plástico, donde la gloria del misterio se trueca en la profanación del sentido.
Si alguna vez el Nacimiento fue símbolo del eterno retorno de la esperanza —esa chispa que incendia incluso las noches más gélidas del alma humana—, hoy languidece bajo las luces led de una impostura globalizada. Los villancicos, antaño cantos jubilosos que fundían la alabanza con la ternura, se disuelven ahora en jingles comerciales, meros preludios a un frenesí de compras tan voraz como vacío. ¿Qué hemos hecho, cabe preguntarse, con la estrella que guiaba a los magos de Oriente? ¿La hemos trocado por un logotipo luminoso que nos persuade de que la felicidad es adquirible con tarjeta de crédito?
Detrás de esta mascarada, subyace un drama existencial que bien podría haber inspirado a un Sófocles de nuestro tiempo: la desconexión del hombre contemporáneo con sus raíces espirituales. Así como Edipo, cegado por su hybris, se precipita hacia su ruina, nosotros —huérfanos de significado— hemos olvidado que la Navidad, antes que un espectáculo, es una epifanía: un encuentro con lo sagrado que interpela a nuestra condición finita. Pero en nuestra prisa por vaciarla de todo contenido que no sea el rentable, hemos erigido un becerro de oro navideño, hueco en su interior pero envuelto en un brillo embaucador.
La ironía, cruel e implacable, radica en que el desenfreno consumista que ahora encarna la Navidad no nos conduce al júbilo sino al hastío. Como el Sísifo de Camus, empujamos cuesta arriba un cargamento de regalos que, al llegar al pie del árbol, se desmoronan en un sinsentido. Y en esta repetición absurda, nos vemos condenados a olvidar, año tras año, que la Navidad no es un cúmulo de cosas, sino un estado del alma: un despojarse de las cargas del ego para abrazar el misterio de un Dios hecho niño.
Quizás todavía haya tiempo para redimirnos de esta orgía de frivolidades. Tal vez, como el Scrooge de Dickens, podamos vislumbrar en la agonía del presente un futuro distinto, donde la Navidad recobre su luz primigenia. Pero para ello, es preciso que miremos más allá de los escaparates, más allá de las pantallas. Que volvamos la mirada hacia dentro, donde aún palpita, aunque debilitada, aquella llama que enciende el milagro. ¿Seremos capaces de avivarla, o dejaremos que se extinga bajo el peso de nuestra indiferencia?
*Mediador y escritor
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