Opinión | Cosas

Damasco

Los Omeya huyeron de Damasco. Eso lo aprendimos en los primeros años del colegio, murales con el rojo de las dovelas pintado con rotulador, y un pie de texto que advertía de los ojos azules de los príncipes de esa dinastía. Abderramán huyó hacia Poniente, como los elfos de Tolkien, para quebrar el implacable criterio sucesorio, que empujaba al asesinato a todo el parentesco con potencialidades de ronzar el poder. Caían los Omeyas como aquellas camadas de cachorros que se lanzaban al canal, mientras Córdoba se convertía en el reverso luminoso de aquella tercera ciudad santa del islam.

Damasco ha caído con la exasperante rapidez de aquello que la geopolítica nos pintaba como inmutable. La pedorreta hacia cualquier regla de tres frente a las fuerzas estratégicas de cada bando. Pues si Bachar al Asad aguantó toditas las embestidas de la Primavera árabe -gracias a Putin y la mirada hacia otro lado de los americanos-, no podía hacerse un Boabdil y perder en once días lo que tiránicamente sostuvo en trece años. Pero este es un caso de manual de los regímenes de barro, como le ocurrió a Afganistán cuando Biden rebuscó en la Casa Blanca el aguamanil de Pilatos, sin sopesar que esos polizontes que se precipitaban desde el fuselaje de los aviones despegados entroncarían con la ignominia de aquellos últimos minutos en la embajada de Saigón.

Siria se reabre como campamento de tiro para los simulacros de las potencias. Rusia sale retratada después de dar asilo al matrimonio Asad, con los carámbanos y el vodka para aliviar el calor de la nostalgia. Pero el honor de esta madre Rusia es muy maleable, máxime cuando desde Washington se las prometen muy felices con el cambio de administración y se cerrará una entente que trasladará al mar Negro los jueguecitos de la guerra fría. Las catarsis y las trompadas se dirimirán en el pimpampum sirio, ahora que los islamistas pueden volver a convertir las excelsas ruinas de Palmera en una enrabietada construcción de lego. Los kurdos harán lo imposible para materializar su patria chica, mientras Turquía financiará a su némesis para que no se quebrante más un tablero que también afectaría a su integridad territorial. Y no podrán eludirse las esquizofrénicas aristas de estas satrapías del mundo árabe, cuando en los años setenta Siria exportaba laicismo y prestigiosos médicos o las chicas vestían minifaldas en Kabul.

Damasco es la encrucijada donde se forjó Al Andalus; la caída de la montura que decisivamente viró el cristianismo hacia las tesis de San Pablo; la excelencias de unas telas que elongaron en Occidente las leyendas de las mil y una noches. La impasividad ante una guerra cuyo interés solo se activa cuando s e manejan cuotas de inmigrantes. Hoy toca esperanzarse con Damasco.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor

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