Opinión | Tribuna
¿Por qué triunfa la mentira?
El requisito imprescindible para que triunfe una mentira es que exista alguien dispuesto a creérsela. Es decir, un bulo sobre decenas de muertos en un parking no tendría mayor recorrido si no hubiera personas anhelando sumar mayor dramatismo a una ya de por sí terrible tragedia. Lo mismo ocurre con el triunfo de los populistas (personalmente prefiero el término «oclócratas», tanto para los de izquierdas como los de derechas). No es que se aprovechen de la ignorancia de sus votantes, encuentran el target ideal entre los desesperados, hastiados y cabreados (exacto: la mayoría de la población). No hace falta ser tampoco un experto en redes para comprender que los ‘influencers’ y sus filtros dependen de la fe (ciega) de sus seguidores. ¿Quieres facturar 100 mil euros al mes? Pues págame 3.000 euros que yo (sin experiencia alguna, más allá de la de vender humo) te enseño en un curso online… Sinceramente, me parece más creíble lo de la paloma y la virgen María.
Pero si quieres ofender a un fiel, sólo hace falta que le plantees tus dudas (blasfemes) sobre esa nueva religión o creencia que profesa. Hace unos meses, una persona muy cercana me confesó que había votado a Alvise. Quizá no apliqué bien la mayéutica de Sócrates (o sí) porque a los dos minutos de proponer una serie de interrogantes sobre el personaje en cuestión y sus promesas; mi interlocutor me mandó a la mierda. Pese a mi más sincero intento de retomar la relación, sigo sin respuesta: ni sobre las dudas acerca de su creencia ni sobre si podemos seguir respetándonos aunque pensemos distinto. El único argumento que esgrimió y me provocó cierta ternura (comprensión) fue «por lo menos he votado a alguien diferente». Nuevamente, la mentira, la desesperación y los actos de fe…
El 15 de septiembre de 1938, tras un encuentro con Hitler, Neville Chamberlain le escribió a su hermana: «pese a la dureza y crueldad que me pareció ver en su rostro, tuve la impresión de que podía confesar en ese hombre si me daba su palabra de honor». Cinco días después, defendiendo su política de no intervención frente a los que dudaban de la bondad del nazismo, el primer ministro británico explicó que su contacto personal con el Führer le permitía afirmar que el alemán «decía lo que realmente pensaba». No es que Chamberlain no detectara el gesto de engaño del líder gemano; pero necesitaba creer sus palabras porque de lo contrario significaba admitir que su política de apaciguamiento era un fracaso.
Del mismo modo, si uno pretende que cuele su mentira, él mismo debe ser también víctima de su propio engaño. Es decir, debe mentirse a sí mismo para no demostrar (gesticular) lo que en verdad siente. Sin embargo, es sumamente complicado reprimir una emoción interna durante mucho tiempo sin acabar generando una enfermedad mental. En el momento en que Pablo Motos salió a defenderse del «ataque contra su programa y persona» supuestamente lanzado por David Broncano y TVE; tosió rápido dos veces (llevó la mano a la boca) y se frotó la nariz (en mi anterior artículo ya hablé del «efecto Pinocho»). Por no hablar de cómo se valió de una noticia falsa proyectada de fondo en una pantalla para justificarse ante sus fieles.
Hay dos formas fundamentales de mentir: ocultar (omitir información verdadera) y falsear (ofrecer información falsa). Pero por mucha necesidad que tenga uno de engañar y otro de ser engañado; tarde o temprano la mentira provoca terribles consecuencias. La más letal es ensimismarse en la falacia y perder de vista la realidad: aquella donde un ciervo te adelanta por la izquierda.
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