Opinión | A pie de tierra

Dieta y aceite de oliva en el mundo antiguo (XIII)

A partir del siglo I d.C. los Emperadores potencian la producción de aceite de calidad, vital para el mantenimiento de la Annona, y ninguno mejor que el de la Bética, que comienza a ser exportado en cantidades enormes a la capital del Imperio. Sólo a Roma fueron enviadas casi cincuenta y cinco millones de ánforas entre los siglos I a. C. y III d.C. De ellas se conservan hoy en el Testaccio más de veinticinco millones. Si tenemos en cuenta que cada una de ellas acogía setenta litros de aceite, la ecuación es fácil: en poco más de dos siglos y medio la capital del Imperio importó como mínimo 3.710 millones de litros, de los cuales al menos el 85% procedía del sur de Hispania. En la Roma de estos años vivía en torno a un millón de personas, que consumían muchos litros de aceite al año; si bien, dado su alto precio, podían hacerlo sólo gracias a los repartos gratuitos por parte del Estado y los grandes evergetas. Se explica así la necesidad de crear el mayor basurero organizado de la Antigüedad: el Monte Testaccio.

La potencialidad arqueológica del lugar fue entrevista ya desde el siglo XVIII, cuando algunos Ilustrados comenzaron a interesarse por la gran cantidad de fragmentos cerámicos con sellos aparecidos en el lugar, dando lugar a las primeras publicaciones. A finales del siglo XIX retomaron el tema arqueólogos de la talla de Heinrich Dressel, cuyos trabajos siguen plenamente vigentes, hasta que a comienzos de los pasados setenta el yacimiento despertó el interés de un epigrafista español afincado en Italia: E. Rodríguez Almeida, a quien seguirían en el tiempo J.M. Blázquez y J. Remesal, directores durante mucho tiempo de la misión española que excava en el monte y ha ido desvelando de manera progresiva su valor absolutamente impagable como archivo histórico y fiscal de primera magnitud. Para adecuar el basurero, los romanos idearon un sistema racional de apilamiento que, con el tiempo, permitiría un crecimiento orgánico del sitio, así como sucesivas ampliaciones: las ánforas -subidas a lomos de caballerías, conforme el monte ganaba altura- eran desfondadas, colocadas lateralmente en disposición escalonada y su interior rellenado con los fragmentos. A continuación, todo el conjunto, que se conformó en varias fases hoy bien individualizadas, se cubría de cal viva para evitar malos olores, insectos y efectos nocivos sobre la población.

Gracias a su buen estado de conservación, muchas de las ánforas acumuladas en el vientre del Testaccio siguen conservando sobre su superficie exterior los sellos de las figlinae o alfares de procedencia, algunos grafitos realizados antes de la cocción y, sobre todo, numerosos datos pintados con caña (tituli picti) sobre su superficie exterior en el momento del envasado y en su posterior tránsito hasta llegar a Roma, que incluyen información de primer orden para conocer los grandes fundi (fincas) de la Bética, el funcionamiento del sistema de exportación y fiscalización del producto o el nombre de los navicularii (armadores) y mercatores (empresarios) encargados de transportar el producto hasta las puertas de Roma. En efecto, un ánfora con sus tituli picti completos puede aportar al menos la fecha consular (es decir la referencia a los cónsules que gobernaban en ese momento en Roma); el peso en libras del ánfora, vacía (unos 30 kg) y llena (unos 100 kg); el nombre del exportador y del destinatario; la ciudad o el fundus de procedencia; el puerto donde fue embarcada; la identidad de los navicularii (armadores) y los controles fiscales.

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