Opinión | Paso a paso

Ruina silente

Es irónico, casi cruel, que en el momento en que Córdoba, esa ciudad milenaria de ecos romanos y reflejos califales, se lance a proteger sus reliquias arquitectónicas, ya haya permitido la desaparición de seis edificios que constituían testigos singulares de su identidad. Como un Cronos insaciable que devora a sus hijos, el progreso mal entendido arrasa con lo que debería haber sido preservado. Y no se trata aquí de vetustas piedras romanas o arcos mozárabes —que en su monumentalidad nos conminan al respeto reverencial—, sino de obras más humildes, joyas modernas que apenas alcanzaron a florecer antes de ser arrancadas.

El caso más lacerante es el del Pabellón de la Juventud, demolido en 2019 bajo la égida de un Ayuntamiento que, como un rey Midas a la inversa, convierte en polvo cuanto toca. Esa instalación deportiva, cuya audaz arquitectura reflejaba el optimismo de un tiempo en que aún se confiaba en los ideales colectivos, yace ahora convertida en un solar baldío. Como las estatuas mutiladas de alguna vieja tragedia griega, solo sobreviven las esculturas que un día flanquearon su entrada, mudas y desoladas ante el vacío que las circunda.

Más desconsolador aún es el destino del chalet La Torre, en la avenida del Brillante, sacrificado en el altar de la globalización homogénea para erigir una anodina franquicia de hamburguesas. Este edificio, obra del ilustre Francisco Azorín Izquierdo -cuyo talento rivalizó con el de los grandes arquitectos de preguerra-, ha sido sustituido por una banalidad que podría hallarse en cualquier rincón del planeta. Al contemplar esta pérdida, uno no puede evitar pensar en la amargura de Walter Benjamin, quien afirmaba que «ni siquiera los muertos estarán a salvo si el enemigo vence».

La lista de agravios se prolonga: dos chalets históricos, La Favela y Villa María, han sido borrados del mapa, y junto a ellos, una casa regionalista en Huerta de la Reina y las viejas instalaciones de los Laboratorios Pérez Giménez. Cada uno de estos inmuebles contenía fragmentos de nuestra historia reciente, relatos íntimos que ahora se han perdido para siempre. Nos hemos acostumbrado a celebrar la ruina solo cuando se encuentra canonizada en el pasado remoto; pero cuando afecta a lo contemporáneo, preferimos mirar hacia otro lado.

Es cierto que el recién aprobado Catálogo de Bienes Protegidos parece ofrecer un rayo de esperanza, rescatando 336 inmuebles del olvido. Sin embargo, uno no puede evitar preguntarse si este gesto llega demasiado tarde.

Hemos perdido más que edificios; hemos perdido un trozo de nuestra alma colectiva. Queda, sin embargo, una tarea titánica: aprender a valorar lo que aún permanece en pie antes de que también desaparezca bajo el peso de nuestra negligencia. Pues, como escribió Cavafis, «la ciudad irá contigo siempre»; lo que hagamos o dejemos de hacer con ella será el legado que transmitiremos a quienes nos sucedan. ¿Seremos recordados como protectores o como verdugos? n

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