Opinión | Para ti, para mí

Dos «invitaciones» de Noviembre

El mes de noviembre comienza con dos hermosas invitaciones: La primera, el pasado dia uno, de la mano de la liturgia de la Iglesia, a contemplar la caravana de «santos», que «no están en los altares», y a los que el papa Francisco ha llamado los «santos de la puerta de al lado»; y la segunda invitación que nos hace este mes se centra en la «visita a los cementerios», en la Conmemoración de los fieles difuntos, no para «recordar su muerte», sino para contemplar su «resurrección», en ese «cielo» que san Juan Pablo II definió hermosamente en el Año 2000, como «la plenitud de nuestras vidas en la intimidad con Dios». Durante miles de años, desde que el mundo es mundo, todo tipo de religiones y la mayor parte de los sabios han creído en la «supervivencia» del ser humano después de la muerte, aunque el materialismo y la «dictadura del relativismo», como la llamó Benedicto XVI, haya desviado esa visión por un olvido que arrasa «creencias y valores», en aras de un «hedonismo» que nos despeña en luchas sociales y terribles desgarros en las entrañas de la humanidad. Uno de los hechos más graves para la conciencia cristiana y para la modernización politica de una nación es que los partidos llamados a sí mismos «progresistas» hayan unido sus propuestas políticas con principios «antirreligiosos o anticristianos». Los católicos que, por la propia maduración espiritual de sus conciencias y por fidelidad al Concilio Vaticano II, necesitaban luchar contra la injusticia, la falta de libertad y la pobreza, estando dispuestos a colaborar en esta tarea con otros grupos, instituciones y religiones, terminaron sintiéndose atrapados entre dos abismos. Por un lado, está el liberalismo de las clases altas, menos sensible a las dimensiones socializadoras del evangelio, y por otro, unas propuestas socializantes unidas a la negación de Dios y a la reducción intimista de la fe. Este “cortocircuito” es quizá la trampa mayor que los católicos pueden sufrir.

De todas formas, noviembre nos invita a constatar una realidad palpable e ineludible, la de la «finitud». No sabemos cómo será el futuro de la vida humana. Estamos convencidos de su «perduración», aunque ignoramos las formas en que lo hará. Lo mismo nos ocurre al pensar el futuro del cristianismo. Su perduración la afirma el cristiano desde su fe. En la perspectiva de la razón, tal perduración parece cierta, porque su palabra teórica y sus potencias de vida han abierto un horizonte de sentido al que ya no es posible renunciar, creando experiencias y esperanzas inolvidables. El libro del doctor Manuel Sans Segarra, «La supraconciencia existe. Vida después de la vida» (Planeta 2024) expone vivamente lo que le contó un paciente tras recuperarse de su estado de muerte clínica. Le cambió la vida, perdió el miedo a la muerte y se dedicó a investigar a fondo, científicamente, los casos de la Experiencia Cercana a la Muerte (ECM). Su conclusión es: «No hay que temer a la muerte. La muerte no es el final, sino una transformación, un paso hacia una nueva forma de existencia». Desde la orilla de la fe, en la hora de los cipreses, -como el de Silos: «Enhiesto surtidor de sombra y sueño / que acongojas el cielo con tu lanza»-, colocaremos en lo más vivo del alma, las palabras más bellas que se han pronunciado sobre la faz de la tierra: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí no morirá para siempre». Salieron de los labios de Jesús de Nazaret, nuestro Salvador, Maestro y Amigo. Los «santos anónimos», la visita a los cementerios, nos evocan los versos de Quevedo: «Alma a quien todo un dios prisión ha sido, / venas que humor a tanto fuego han dado, / medulas que han gloriosamente ardido, / su cuerpo dejarán, no su cuidado; / serán ceniza, mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado».

*Sacerdote y periodista

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