Opinión | Paso a paso
Sombras sagradas
En Córdoba, el Día de Todos los Santos aún se alza como un eco solemne que late profundo en los corazones de quienes, con devoción, se encaminan hacia los cementerios. Entre el murmullo de los cipreses y el silencio de las lápidas, se perpetúa un ritual de almas, una comunión callada en la que los vivos ofrecen flores, velas y plegarias, un acto de resistencia al olvido. Es un gesto de piedad antigua, impregnado de esa mística que recuerda que la muerte no es sino un velo tenue entre nosotros y lo eterno, y que solo en la memoria se cifra el puente hacia lo que no muere.
Mas también el estruendo de una sociedad que ha perdido el pulso sacro de este día retumba entre las tumbas. En los últimos años, disfraces burdos, calabazas huecas y parodias macabras invaden este espacio antaño consagrado al recogimiento. La frivolidad y el bullicio mercantil han usurpado, en demasiados rincones, la intimidad del duelo. Resulta inevitable evocar el trágico destino de Orfeo, quien, al volver la vista antes de tiempo, perdió para siempre a Eurídice en las sombras del Hades. Nosotros también, al distraernos con lo fútil y pasajero, hemos dejado atrás la solemnidad que este día exigía, corrompiendo lo sagrado con lo trivial.
Sin embargo, sería ingrato desestimar por completo el aliento sacro que persiste en quienes, cada primero de noviembre, se congregan en los cementerios con recogimiento y respeto. Estos fieles, depositarios de una tradición que se niega a fenecer, son baluartes frente al olvido, guardianes de una fe sencilla pero insondable. Frente a la indiferencia contemporánea y la superficialidad rampante, su presencia callada es una ofrenda de amor y reverencia que no se limita a la nostalgia; es un vínculo vivo con lo más hondo de nuestra humanidad. Nos recuerdan que la muerte no es término definitivo, sino un diálogo que persiste entre lo visible y lo invisible.
Córdoba, antaño faro de espiritualidad y cultura, guarda aún ese doble rostro: el de la ciudad que honra la memoria de sus muertos, donde los vivos buscan consuelo en el susurro del viento entre los mausoleos, y el de una urbe que sucumbe a los desvaríos modernos. Pero, como Camus observó, «en medio del invierno descubrí que había en mí un verano invencible». Así, en medio del estrépito y la banalidad, se levanta la figura del deudo fiel, que, ante una lápida desgastada, renueva la esperanza de que la memoria no se marchitará y de que, mientras haya quien recuerde, los muertos nunca estarán del todo ausentes.
Este día, entonces, no es meramente un acto de remembranza; es un recordatorio vivo de que la muerte no ha de ser un espectáculo ni una moda efímera. En aquellos que persisten en la devoción, en sus pasos silenciosos entre los nichos y en sus manos que sostienen humildes ramos, Córdoba halla su redención. Porque el verdadero tributo a los muertos no es solo la visita ritual, sino la permanencia de su memoria en lo profundo de nuestros corazones, donde las sombras encuentran su refugio eterno.
*Mediador y escritor
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