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Vulnerabilidad digital
Caminan delante de mí dos muchachas. Pongo la antena. Una, la que vapea, le va contando a la otra algo muy fuerte, que la Sandra está hecha polvo, pero hecha polvo en plan no levantarse de la cama: «Resulta que su novio le dijo el sábado que se iba a casa porque estaba malo y en verdad trincó el patín porque había quedado con la Lorena de cuarto, qué ‘farso’, illa, ese pavo es ‘to farso’, hermana, ¿te lo dije o no te lo dije?».
Parece ser que al día siguiente la despechada novia, a la que ya le habían llegado fotos de la cita furtiva de su novio con la tal Lorena, pidió explicaciones al susodicho a través de la palabrería instantánea de WhatsApp. «¿Y qué le dijo el tío guarro?», pregunta intrigada una de las interlocutoras a las que escucho. Es entonces cuando la que posee información fresca sobre el calvario de la Sandra se pone dramática y abre mucho los ojos: «Nada, illa. La dejó en vistos».
«Dejar a alguien en vistos», es decir, leer su mensaje (o escuchar su audio) y no emitir respuesta alguna, es uno de los peores castigos que hoy en día un adolescente puede infligir a un semejante, un método de refinada tortura psicológica, la condena implacable de quien está en línea pero no deja caer ni unas migajas verbales que remedien el hambre comunicativa de quien ansiosamente espera al otro lado con la vista fija en el móvil.
Hace no tanto (o bueno hace ya mucho) la cosa era más sencilla: llamabas a un teléfono fijo, a veces desde una cabina, lo cogía alguien que no era la persona que te interesaba (¿Está Laura?) y si esa persona quería darte largas percibías unos segundos de vacilación en la madre o el padre o quien fuera, unos instantes de improvisación que te permitían captar lo que había detrás: «¿De parte de?... No, ahora mismo no está... Vale, yo le digo que te llame». Y no te llamaba. Y te daba apuro ponerte pesado llamando más veces.
Ahora, en esta incierta era de datos ilimitados y tóxico pantallismo a cualquier hora, todo es diferente. Las posibilidades de complicarte la vida se han multiplicado de mil inquietantes maneras. El riesgo de que alguien te haga daño no desaparece en la soledad de tu habitación, persiste lejos de las calles oscuras, más allá de los muros del instituto, se incrementa al ritmo vertiginoso que los dedos malintencionados pueden imponer a los teclados de sus aparatitos.
Es tanta la vulnerabilidad digital de los chavales que hay algunos que no pueden soportar más, que sienten que el mundo entero lleva mucho tiempo dejando sus mensajes en vistos y por eso deciden salirse del grupo para siempre.
*Profesor
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