Opinión | Colaboración

Ante el otoño

Siempre tengo el asombro desarmado ante el otoño y sus modales. Conozco su estrategia. Sé que vuelve pájaro a la hoja y que bajo su lluvia medita el mar. Y sé también de la espesura de su transparencia, del erguido filo de su aplomo y que, aunque las palabras nombren su luz, ninguna define su piel mojada. Acaso por eso en la Escuela de Salerno, que fue la primera escuela médica medieval, se enseñaba a los futuros físicos que en los primeros días de otoño es cuando debe de ser probada la agudeza de la vista humana, acaso porque es cuando el mar se viste de un azul agrisado y las islas parecen alejarse, al contrario que en el verano.

El otoño es, también, un tiempo de retorno, época propicia para volver a casa. Decía el siempre recordado Álvaro Cunqueiro que «san Ulises inventó el remo en mayo, pero en otoño inventó el deseo de regresar al hogar».

Yo, en estos días, a lo que suelo regresar es a los viejos proyectos, acaso los más insensatos, los más fantásticos, también los más queridos, sin duda siguiendo los consejos de otro ilustre gallego, Benito Jerónimo Feijoo, de quien se cuenta que, llegando estos días del equinoccio otoñal, se asomaba a la galería del claustro, se detenía un momento escuchando correr la fuente, y decía «¡ha llegado el tiempo de los graves estudios!».

No tengo una certeza clara de qué eran exactamente para el padre Feijoo «los graves estudios», pues el sabio benedictino tenía algo de erudito de la China antigua, aquellos que escribían maravillosos tratados sobre piedras, fuentes, el té y las tormentas, y siempre he sospechado que iban por ahí los tiros. Uno de aquellos eruditos que tanto interés me provocan fue el precoz Wang Wei, que escribió sus más famosos poemas a los diecinueve años. Wang Wei era capaz de ver la belleza en todas las cosas, seguramente porque todo lo miraba como la vez primera. Durante el tiempo que pasó prisionero en el monasterio de Loyang, escribió que los días pasaron rápido «escuchando el viento del atardecer que arrastraba por el cielo a la luna como hoja desprendida de un extraño y lejano árbol». Murió de melancolía poco después de la muerte de su esposa. Dispuso que cremasen su cuerpo, y, ante la imposibilidad de que le metieran en la boca «un poco de lluvia de otoño», pidió que le pusiera un melocotón maduro.

En el repaso a esos viejos proyectos me encuentro unas notas tomadas para un poema que nunca escribí, que suelen ser los mejores: «Llega el otoño desplegando sus alas, alumbrando la tarde con un oro oscuro. El mar, una forma de ser a la vez luz y tiempo, parece cansado. La vida es un racimo de otoños, un temblor casi lejano ya».

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