Opinión | Colaboración

Del cuaderno de bitácora

Escribo desde Finlandia. Tras el porche acristalado de la casa, contemplo el humo salir de la chimenea de la sauna a orillas del lago de rizadas y oscuras aguas. Llueve. Se agitan, chocan ramas y hojas en las copas de los árboles, lluvia y viento componen la sinfonía del bosque. Al poco, el viento barre los negros nubarrones y en un cielo de límpido azul un benigno sol aparece convirtiendo el lago en un espejo. Durará horas. En esta época estival nunca aparecerán las sombras de la noche. Huele a hierba, a tierra mojada. Todo es quietud y paz a una temperatura ideal.

En este momento una balsa se acerca lentamente impulsada por un motor silencioso como un susurro. Ha sido construida por el padre de nuestro anfitrión que tiene vivienda en un islote en la otra orilla del lago y gusta pasear en ella para, según me dice, «oír solo el piar de las aves». Ahora viene a recoger a la familia para invitarnos a cenar. Niños y adultos salen de la sauna y se sumergen en las aguas en ese ritual que une fuego y agua bajo el frondoso bosque que alza al cielo su arboleda como los pilares y arcos de una catedral gótica cuyo santuario es la sauna. Cruzado el lago, en el rocoso islote se prepara el plato principal de la cena: el lomo de un salmón de varios kilos sujeto por unos clavos a una tabla colocada en vertical junto a una pequeña hoguera de leña. Delicioso.

No pretendo ensalzar con la pincelada que antecede las costumbres de ese país nórdico o su idiosincrasia (antes recomendaría de inicio la obra de Ángel Ganivet y la lectura del ‘Kalevala’). A cada uno según su geografía, su historia y sus mitos. Nosotros sudamos también de lo lindo al sol y nos refrescamos en las playas o en la ducha, tenemos nuestra épica y una excelente gastronomía. Lo que quiero constatar es que ese pueblo, que hoy tiene uno de los PIB más altos y más justa distribución de la riqueza entre las naciones, ha desarrollado una sociedad dependiente en tal grado de la digitalización que reencuentra lo esencial humano en su relación con la naturaleza, a la que cuida y usa de un modo admirable. Eso explicaría que por séptimo año consecutivo los finlandeses, que a veces parecen apéndices del móvil, se consideren los más felices del mundo, según el FIB (Felicidad Interior Bruta).

Sin embargo, estamos en una región no lejana de Carelia, donde un día se libraron duros combates con los rusos en la Segunda Mundial para salvar su independencia y los finlandeses no han olvidado esa amenaza que les ha echado en brazos de la OTAN tras la invasión de Ucrania y décadas de neutralidad. «El medo abre los ojos y Putin es un alucinado», escribe Xavier Colás, periodista español expulsado de Rusia tras su libro ‘Putinistán’. «Putin está loco», dice nuestro anfitrión. «No hay felicidad completa», concluyo yo.

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