Opinión | Al margen
Historia de dos Alemanias
Hubo una vez durante todo el período de Guerra Fría dos Alemanias: la buena, es decir, la nuestra, y la otra, la que los medios occidentales describían siempre como «sometida al yugo soviético».
Pudo no haber sido así, algo que sorprenderá sin duda a muchos, pues tras acabar la SGM, el líder soviético Iósif Stalin propuso la unificación de las zonas ocupadas por los aliados a condición de su neutralidad, como ocurrió con Austria.
Los Estados Unidos de Harry Truman se negaron a ello: Washington pensaba ya en el papel que podría desempeñar una Alemania capitalista, económicamente fuerte, en el futuro orden europeo bajo su exclusiva hegemonía. Coexistieron así mientras existió la Unión Soviética dos países unidos por la historia, la lengua y la cultura, pero política, económica y militarmente entonces antagónicos.
La Alemania occidental, la de Konrad Adenauer y Ludwig Erhard, el del llamado «milagro económico» sucumbió muy pronto a los encantos del consumismo norteamericano. La otra, la más pobre y triste, la heredera, al menos oficialmente, de los comunistas que habían combatido al régimen de Hitler, la Alemania de Walter Ulbricht y Egon Honecker, era sobre todo para Occidente la de la escasez y los «vopos» (los policías del pueblo), que disparaban contra quienes trataban de pasarse al otro lado.
Una Alemania, la de Berlín oriental, cuyos gobernantes parecían mostrarse más solidarios con las víctimas del colonialismo y de las dictaduras del cono Sur que preocupados por el bienestar de sus propios ciudadanos. La carrera de armamentos entre el Este y el Oeste terminó, junto a otros factores, arruinando a la Unión Soviética, que, ya con el liberal Mijail Gorbachov en el Kremlin, no vio más solución que soltar lastre y renunciar al que había sido su imperio y a su escudo militar.
A todo ello contribuyó, conviene hoy no olvidarlo, la Ostpolitik o política de distensión y acercamiento al este impulsada por el canciller socialdemócrata alemán Willy Brandt y su ministro de Exteriores, el liberal Hans-Dietrich Genscher. Se produjo entonces la «reunificación» alemana, que muchos califican, sin embargo, de «absorción» de la parte oriental por la occidental, dadas las condiciones de desigualdad e imposición por Occidente en las que se desarrolló aquel proceso. La parte más rica creó una institución oficial para administrar el proceso de privatización de las empresas estatales de la antigua Alemania comunista y al cierre de las que no se consideraban rentables.
Aumentaron así rápida e inevitablemente la precariedad laboral y el desempleo, situación a la que no estaban acostumbrados los germano-orientales y que, a pesar del tiempo transcurrido, aún no ha superado esa parte del país, sometida al éxodo de sus jóvenes y a la despoblación. Y la profunda desconfianza que muchos ciudadanos germano-orientales habían sentido antes hacia las autoridades comunistas se transfirió casi automáticamente a las nuevas autoridades de la Alemania reunificada. Desconfianza, pues, y rechazo de las drásticas medidas adoptadas por el Gobierno de Berlín frente a la pandemia del coronavirus o en materia medioambiental, y al mismo tiempo oposición a las sanciones a Rusia y a la ayuda militar a Ucrania, consideradas una imposición de EEUU lesiva para los intereses alemanes.
Todo lo cual ha sabido aprovechar la ultraderechista Alternativa para Alemania, que califica de «liberticida» la política de la actual coalición de gobierno de socialdemócratas, verdes y liberales porque le recuerda ominosamente la política represiva de la Alemania comunista.
Los sondeos de intención de voto indican un fuerte repunte de ese partido populista en los tres «länder» (Estados federados) en los que se celebran elecciones este año, los de Sajonia, Turingia y Brandemburgo, y la consigna es impedir por todos los medios su entrada en cualquiera de los gobiernos que se formen.
*Periodista
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