Opinión | Campo y ciudad
Don Quijote versus Cervantes
Mire señor don Miguel -y he aquí cómo se iniciaría o se hubiera podido iniciar el supuesto diálogo que hubiera podido mantener el bueno de Alonso Quijano con su literario progenitor-, yo no soy exactamente igual que el individuo desdentado, ido de mollera, que se describe en su muy conocida e insigne obra novelada, que tanto ha dado y tanto le queda por dar que hablar y sobre lo que en ella se dice de escribir.
Usía como yo, o viceversa, somos, y fuimos, cuán todo el mundo lo es en su momento, hijos de nuestro tiempo: Yo un vástago desahuciado, que por el concurso del azar, que es la causa de todo lo que sucede, aparece en el mundo literario por la preclara condición de usía, y para su gloria, a la que sitúo en el monte Parnaso, en el oráculo de Delfos, que más adelante ocuparía el rubicundo dios Apolo, mencionado hijo celestial que aparece cuando vuecencia me haya saliendo de mis inconcretas madrigueras manchegas para enderezar entuertos, hacer justicia y defender del opresor a damas mancilladas y vilipendiadas.
Sin embargo, apunta vuecencia de sí mismo aquello de: ¿qué podría engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación? Diciendo de mí aquello de por acontecer que el haber de un padre un hijo feo y sin gracia alguna, el amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas; antes las juzga por discreciones y lindezas, y las cuenta a sus amigos por agudezas y donaires.
Pero usía sigue indicando de sí mismo que no quiere ir con la corriente al uso, ni suplicar, casi con las lágrimas en los ojos, corno otros hacen, lector carísimo, que perdones las faltas que en este mi hijo vieres, pues ni eres tú su pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado, y estás en tu casa, donde eres señor de ella, como el Rey de sus alcabalas.
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