Opinión | Para ti, para mí

La esperanzada hora de la siembra

A Jesús de Nazaret le preocupaba que sus seguidores terminaran un día desalentados al ver que sus esfuerzos por un mundo más humano y dichoso no obtenían el éxito esperado. Nos encontramos inmersos ya en los domingos del Tiempo Ordinario y la liturgia de la Iglesia nos va ofreciendo los distintos pasajes y paisajes de la vida pública de Jesús. Hoy, domingo undécimo, ‘tocan’ dos parábolas pequeñas, sencillas, muy tiernas, pero que revelan la tarea que los cristianos han de realizar en el anuncio de la Buena Noticia de la salvación de Dios. Con ejemplos tomados de la experiencia de los campesinos de Galilea, Jesús anima a sus apóstoles a trabajar siempre con realismo, con paciencia y con una confianza grande. No es posible abrir caminos al reino de Dios de cualquier manera. Se tienen que fijar en cómo trabaja él. Lo primero que han de saber es que la tarea es sembrar, no cosechar. No vivirán pendientes de los resultados. No les ha de preocupar la eficacia en el éxito inmediato. Su atención se centrará en sembrar bien el Evangelio. Los colaboradores de Jesús han de ser sembradores. Nada más. Después de siglos de expansión religiosa y gran poder social, los cristianos hemos de recuperar en la Iglesia el gesto humilde del sembrador. Sor Cristina de Arteaga, monja jerónima, restauradora de conventos y alentadora de la vida monástica según el espiritu de san Jerónimo, escribió durante su estancia en el convento de Santa Marta, de Córdoba, un libro que llevaba por titulo ‘Sembrad’, y cuyo primer poema comenzaba con estos versos: «Sin saber quien recoge, / sembrad / serenos, sin prisas, / las buenas acciones, palabras, sonrisas... / Sin saber quien recoge, dejad / que se lleven las siembras las brisas...». Los comienzos de toda siembra siempre son humildes. Y más todavía si se trata de sembrar el proyecto de Dios en el ser humano. La fuerza del Evangelio no es nunca algo espectacular o clamoroso. Según Jesús, es como sembrar algo tan pequeño e insignificante como «un grano de mostaza», que germina secretamente en el corazón de las personas. Por eso el Evangelio sólo se puede sembrar con fe. Es lo que Jesús quiere hacerles ver a los discípulos con sus pequeñas parábolas, como las dos que leemos hoy en las eucaristías, en las que compara el reino de Dios con el grano de mostaza, la semilla más pequeña que hay. Sin embargo, arrojada a la tierra, crece hasta convertirse en el árbol más grande. Así hace Dios. A veces, el fragor del mundo y las muchas actividades que llenan nuestras jornadas nos impiden detenernos y vislumbrar cómo el Señor conduce la historia. Y, sin embargo, Dios está obrando, como una pequeña semilla buena que silenciosa y lentamente germina. Y poco a poco, se convierte en un árbol frondoso que da vida.

El proyecto de Dios de hacer un mundo más humano lleva dentro una fuerza arrolladora y transformadora que ya no depende del sembrador. En la Iglesia no sabemos cómo actuar en esta situación nueva e inédita, en medio de una sociedad cada vez más indiferente y nihilista. Nadie tiene la receta. Nadie sabe exactamente lo que hay que hacer. Lo que necesitamos es buscar caminos nuevos con la humildad y la confianza de Jesús. Tarde o temprano, los cristianos sentiremos la necesidad de volver a lo esencial. Descubriremos que sólo la fuerza de Jesús puede regenerar la fe en la sociedad descristianizada de nuestros días. El bien, -recordémoslo-, crece siempre de modo humilde, de modo escondido, a menudo invisible. Como susurraban los versos del poeta: «Carbonizado y vivo como un lirio entre vientos».

*Sacerdote y periodista

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