Opinión | Cielo abierto

Antonio Gala en el Bulevar

Antonio Gala mira al Gran Teatro mientras sigue escribiendo su obra interminable. Se ha descubierto el busto de César Orrico, uno de los becarios de su Fundación, y hemos asistido no a una resurrección, sino a un regreso. Antonio Gala sigue estando ahí después de haber llenado el color de una época con todos los matices de su voz. Tendrá que pasar quizá mucho más tiempo para que se valore de verdad lo que ha sido y lo que sigue siendo Antonio para Córdoba y la literatura; pero, desde el jueves, podemos encontrarnos con el hombre que nos sale al paso, desde esa frente alta que fija el horizonte al ponerse el mundo por montera, que era una expresión que usaba mucho Antonio. Eleva la mirada con cierto desafío, como todas las almas que cincelan la vida en una arquitectura de la obra: la afirma en esos pómulos que parecen vivos, como si contuvieran su última palabra, y en su mentón de acero, en esa voluntad que se convierte en una afirmación de su talento. Si te detienes, y lo miras despacio, casi te parece que se está abriendo el pecho por su vocación.

Antonio Gala, en esta escultura de César Orrico, es un buque o un acantilado que ha abandonado el cuerpo perentorio de un hombre para encarnar su espíritu. Es lo que se vivió, de alguna forma, el jueves por la tarde en el Bulevar Gran Capitán: la revelación de una presencia que simplemente habíamos postergado en la fiebre de horas. Había, hay, un Antonio Gala así, con ese impulso eléctrico en la sangre con sus días y noches que llenó una edad con su teatro, su poesía y sus artículos periodísticos. Nuestra entrada en la democracia, con sus aspiraciones e invisible temblor, fue la decantación de sus palabras, con su gesto y también su potencia telúrica, como si un fuego interno le estuviera quemando desde antes de nacer, en una especie de incendio con sustratos arqueológicos siempre revelados en el alma de Antonio. Porque no sólo te estaba hablando él, sino Ibn Arabi, Ibn Hazm, Averroes, Maimónides, Séneca y Lucano, y así hasta tocar ese barro dormido de Tartessos, con el rey Argantonio y su tesoro convertido en frases trepidantes en un plató televisivo envuelto en su humareda.

Pero había otro Antonio que se bajaba de su escaparate y sabía entenderlo todo, en la complicidad de la mirada que se quedaba sola ante su precipicio y hacía un marco robusto de su hondura. Los dos Antonio, el público y el enemigo íntimo, están dentro del busto de César Orrico. Enhorabuena a la Fundación, a su familia y amigos, a Córdoba, a nosotros mismos: fue fantástico ver a la ciudad entregada, a través de su alcalde y tantas gentes, al recuerdo de un hombre que sigue estando vivo dentro de su estatua y su verdad.

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