Opinión | Escenario

Lucía

Pasó su vida al cuidado del colegio público Teresa Comino

Ha muerto Lucía a los 94 años. Lucía Rivilla Morales. Para los que no sean de Villafranca, una completa desconocida, pero en Villafranca la conoce -la conocía, que todavía no me acostumbro a hablar de ella en pasado- todo el mundo. Pasó su vida al cuidado -como limpiadora, como portera, pero mucho más- del colegio público de Infantil y Primaria Teresa Comino. Como es el único colegio de la localidad, varias generaciones de alumnos y alumnas han pasado por él, por lo que el contacto con Lucía -siempre presente- ha sido inevitable. Tenía la vivienda dentro del propio colegio y cuando la jubilaron se fue a vivir a la casa que se había construido enfrente para no perderlo de vista. Y siguió pendiente de él, lo visitaba a diario, hacía los recados, regaba las macetas y les quitaba las hojas secas... Tras su apariencia y trato, a veces algo abrupto, se escondía un corazón de oro y una lealtad absoluta hacia los maestros, con los que tenía detalles refinados y de buen gusto.

En las fechas próximas a la Navidad, nos llevaba pestiños. Y cuando se aproximaba el final de curso nos obsequiaba con cerezas, que encargaba especialmente para que fueran las más gordas y dulces; pero lo mejor eran las presentaciones. En la sala de profesores encontrábamos la bandeja, delicadamente cubierta con pañitos de blonda; las cerezas, recién lavadas y frescas, demostrando unos modales corteses y exquisitos.

Me contó una vez que nació debajo de un olivo, porque su madre estaba cogiendo aceitunas cuando se puso de parto y no tuvo tiempo de ir a ninguna parte. Esto despertó mi instinto novelesco y le dije: «No tendrían que haberle puesto el nombre de Lucía; deberían haberla llamado Oliva». «¡Qué tonterías dice usted! -zanjó con franqueza- Mi madre me puso Lucía que era el que le gustaba!» Su casa, fiel reflejo de sus gustos, tenía un patio lleno de macetas, lo mismo que la azotea. Allí, a cubierto y buen recaudo guardaba su colección de revistas del corazón, nuevecitas y bien ordenados todos los números, cerca de un gran depósito de agua, que en verano se calentaba naturalmente; y allí disfrutaba duchándose con ella con la goma que le servía para regar. «No me ve nadie -me comentó- porque mi azotea es la más alta.» Miré el paisaje que se contemplaba desde allí: el colegio, la calle que baja hasta la carretera de Adamuz, las casas, los huertos y la espesa arboleda que guarda el cauce del Guadalquivir a su paso por Villafranca. No sería mala idea que en algún lugar del jardín del colegio se le dedicara a Lucía algún recuerdo para perpetuar la memoria de una persona a la que quisimos. Descanse en paz.

*Académica

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