Diario Córdoba

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INÉS MARTÍN RODRIGO, ESCRITORA

El dolor de los demás

Naturalizamos el horror. La distancia nos protege, la real, que se mide en kms. y la que ponemos nosotros

Recuerdo el día que Rusia invadió Ucrania. Rescato esa escena de mi pasado reciente y la convierto en presente para poder describirla sin que pierda pertinencia. Esa guerra, 21 meses después, sigue sucediendo, aunque ya apenas la veamos, aunque ya casi no hablemos de ella. Es temprano, primera hora de la mañana. Estoy en Sevilla, sentada en un sofá en una especie de sala de espera. En unos minutos, entraré en el plató de un programa de una cadena pública andaluza. Me harán preguntas sobre la novela con la que he ganado el premio Nadal. Pero no pienso en eso.

No puedo dejar de mirar la televisión. Miles de vehículos colapsan las carreteras ucranianas. Intentan salir de su país antes de que Rusia los masacre. Huyen de sus casas. Pronto serán expatriados. Imagino los rostros de quienes van dentro de los coches, familias enteras, niños, padres, abuelos. Les doy una identidad, la que la guerra les ha usurpado. Intento ponerme en su piel. Pero la empatía tiene límites tan absurdos como las fronteras.

Durante días que pasan a ser semanas y después meses, los medios de comunicación ofrecen, una y otra vez, noticias sobre el conflicto. Vemos fotografías de las atrocidades cometidas mientras comemos, durante la cena, normalizamos esas imágenes hasta que dejan de impactarnos. Naturalizamos el horror, lo volvemos intrascendente. La distancia nos protege, la real, la que se mide en kilómetros, y la que nosotros ponemos entre nuestro sufrimiento y el del resto.

En abril de 1993, en su primera visita a Sarajevo, Susan Sontag conoció a una ciudadana «de impecable adhesión al ideal yugoslavo». Esto fue lo que le dijo, según cuenta en el ensayo Ante el dolor de los demás (2003): «En octubre de 1991, yo estaba aquí en mi bonito apartamento de la apacible Sarajevo cuando los serbios invadieron Croacia; recuerdo que el noticiario nocturno transmitió unas escenas de la destrucción de Vukovar, a unos 300 kilómetros de aquí, y me dije: ‘¡Qué terrible!’, y cambié de canal. Así que cómo puedo indignarme si alguien en Francia, Italia o Alemania ve las matanzas que suceden aquí día tras día en sus noticiarios nocturnos y dice: ‘¡Qué terrible!’, y busca otro programa. Es normal. Es humano».

En el párrafo siguiente, Sontag reflexiona: «La gente puede retraerse no solo porque una dieta regular de imágenes violentas la ha vuelto indiferente, sino porque tiene miedo. (…) Hay un creciente grado de violencia y sadismo admitidos en la cultura de masas: en las películas, la televisión, las historietas, los juegos de ordenador». Se trata de un libro publicado hace 20 años. Dos décadas en las que esa «violencia» y ese «sadismo» a los que se refiere Sontag han ido a más, en las que las guerras, en contra de todo ingenuo pronóstico, se han recrudecido.

Hemos dejado de prestar atención a Ucrania. Las cámaras enfocan ahora, de nuevo, una vez más, hacia Oriente Próximo. El terrorismo de Hamás. El exterminio que Israel está llevando a cabo en Gaza. «Obviamente, en todo momento le están haciendo algo horrible a alguien, ¡es imposible estar al tanto de todo lo que pasa! Aunque, al mismo tiempo, ¿a cuánta distancia tiene que pasar algo para que uno tenga derecho a ignorarlo?». Lo dice un personaje en un cuento de Deborah Eisenberg.

Tras leer el relato, busco en internet la ubicación exacta del Hospital Al-Shifa, el más grande de Gaza. Allí, los bebés prematuros han sido sacados de las incubadoras por los cortes de luz. Su llanto debería ser el de la vida, pero es el de la muerte. No esquivo la mirada del fotoperiodista de Reuters que ha tomado la imagen. La observo, sin apartar la vista, hasta que decido ponerme a escribir.

«No me empeñaba solo en sufrir, sino también en respetar la originalidad de mi sufrimiento», escribe Proust en En busca del tiempo perdido. Me veo reflejada en ese egoísmo al que conduce el duelo y entono el mea culpa ante el dolor de los demás, que nunca podrá ser tan original como el propio, pero tampoco debería resultarnos, jamás, ajeno.

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