En la zona meridional de Córdoba, la pobreza no es meramente una estadística que se pueda limpiar con la burocracia de la compasión administrativa; es una realidad lacerante que devasta la candidez de la infancia. Aquí, los niños, cuyas almas deberían estar impregnadas de sueños y de la luz irrefrangible de la esperanza, se hallan sumidos en el abismo más oscuro de la indigencia. Es esta una pobreza que corroe el porvenir mismo de nuestra sociedad, una pobreza que convierte los parques en eriales de desdicha y los juegos en quimeras inalcanzables. La sonrisa de un niño, que debería ser reflejo del firmamento, aquí se torna un gesto quebrado, símbolo de un futuro que se desangra en el altar de la indiferencia social. Esta situación, tan lúgubre como una noche sin estrellas, es el fruto amargo de un tiempo que se precia de progresos materiales, pero que en su seno alberga un retroceso espiritual devastador. La pobreza infantil, que en el sur de Córdoba alcanza proporciones de epidemia, es un espejo que refleja la faz más depravada de la fortuna: una fortuna que olvida, que abandona, que se ensimisma en su autocomplacencia. No podemos permitirnos el lujo de mirar hacia otro lado, pues cada niño que se cría en la penuria es un juicio inapelable contra nuestra época. Es imperativo que la sociedad en su conjunto, desde el ciudadano más humilde hasta las instituciones más elevadas, se levante en armas contra esta injusticia que nos deshonra a todos. La lucha contra la pobreza infantil no debe entenderse como una tarea asistencial, sino como una cruzada en defensa de la justicia y la dignidad humanas. Es un deber que nos incumbe, una responsabilidad que no podemos eludir. Porque en el rostro de cada niño que sufre la estrechez y la desventura se refleja nuestra propia humanidad herida. Y sanar esa herida es, quizá, la única batalla que merece ser luchada en estos tiempos de desencanto.
*Mediador y coach